Un blog semanal con textos escritos por Franco Rosso, escritor y amigo de la casa (nos conocemos de chiquitos), e ilustraciones de Paula Bocos Cavalieris
miercoles 2 de octubre de 2024
El Anselmo era garrapatero. No sé muy bien por qué los llamaban así, ni que trabajo específicamente hacían por esos años (en los 70,s 80,s) en el INTA. Con mi primo y mis hermanos pensábamos que se dedicaba a sacarle garrapatas a las vacas, caballos y animales de campo y que de ahí venía ese nombre. Seguro debe haber sido algo por el estilo. El Anselmo vivía en Hersilia, un pueblo hermoso, (que podría contar miles de historias de verano) entre Arrufó y Ceres en el centro norte de Santa Fe. El Anselmo tuvo todos los modelos de Renault 12 que hubo y en una gama de colores que iban desde el blanco, pasando por el beige, hasta el azul oscuro. En el baúl del doce llevaba una caja roja de metal cuadrada, gorda. Ahí tenía las líneas con boyas para pescar. Al baúl de esos autos le podía faltar todo menos la caja roja de pesca. Cuando nos llevaba a pasear era ir a la aventura. Cuneta, río, arroyo o laguna que cruzábamos el Anselmo paraba y tirábamos las líneas. A veces pescábamos algo, y muchas otras no. Las anguillas eran su especialidad. Le encantaba pescarlas en los canales barrosos o cunetas. Mi primo Rodrigo creo que heredó algo de ese sentimiento por la pesca de anguillas. La Mema Olga a la noche se encargaba de fritárnoslas.
Otro objeto que no faltaba nunca en la luneta trasera del auto era un sombrero tipo explorador, forrado de una tela marrón y de Telgopor por dentro. Un doce preparado para la aventura, sin dudas.
Por las tardecitas, sobre todo en verano, Anselmo repetía siempre el mismo ritual de pueblo: se sentaba en la vereda con el sillón de tiritas y un vaso de vino blanco con soda en una mano o debajo del sillón como para que no se lo pateen. La soda era de sifón de vidrio, por entonces, sin taponcito en el pico. Por lo general las arañitas o bichitos hacían rancho ahí dentro entonces, a modo de purga, el primer chorro iba directo a alguno de nosotros. Eso de arrojarnos cosas sucedía también en la mesa, a la hora de comer. Cortaba trocitos de pan como proyectiles o nos tiraba la servilleta en la cabeza. Entiendo que era una de sus formas del amor.
En la otra mano: el pucho. El infaltable cigarrillo. Chesterfield, luego Le Mans suaves. Creo que fue la última marca que fumó. Eso del pucho creo que lo herede yo.
El abuelo Anselmo un día, no como hoy (porque si no recuerdo mal lloviznaba ese octubre), hace 25 años nos dejaba. El pucho, claro.
Anselmo y la Pitu son, hasta el momento, mis muertes más cercanas. Totó, mi otro abuelo, lo hizo cuando yo tenía pocos meses de vida. La Mema Olga vive y a veces me reta cuando me ve fumar.
Me acordé de todo esto porque hace un par de noches lo vi al Anselmo. Tenía un bigotito como el mío y conservaba su peinado a gomina para atrás y los ojos celestísimos. Se reía mucho, se ve que andaba contento. Me dijo que estaba todo bien y se fue.
miercoles 25 de septiembre
Hace un tiempo venía con muchos cuestionamientos acerca de esto de la ficción y la mentira y de la apropiación de los mundos otros. Me surgían preguntas como: ¿Cuándo cuento un hecho o anécdota y le agrego escenas que no sucedieron, pero que engrandecen el relato, lo hace más llevadero, le dan un toque de suspenso o gracia, estoy mintiendo? ¿La repetición constante de ese relato adulterado crea una verdad? ¿Es esa mentira una posible verdad? por decir algunas. Y también por casualidades del mundo surgió este tema en una conversación con Charly (digámosle así).
A pesar de la distancia física, hoy ya casi una barrera comunicacional desaparecida, intercambiábamos ideas con Charly (porque aparte de futbol que es de lo que realmente sabemos, también hablamos de otras cosas sin importancia, como por ejemplo poesía y literatura) sobre los lazos que se crean a la distancia y por un objeto como el libro y esa empatía en el sentimiento que nos genera una historia ajena. Charly hacía referencia a ver un filme y quedar con un atraviese en la garganta por algo que no vivimos. ¿Cómo es capaz esa otra historia no vivida de hacernos sentir como partícipe necesario de lo que allí ocurre? En ese punto compartíamos la dualidad que existe entre la pertenencia o no a ese mundo propuesto, esa aprehensión del entorno propuesto que se torna muy necesario una vez instalados allí. No hay mentira posible que nos aleje en una ficción, entonces: ¿Qué es mentira? ¿qué es ficción? Decididamente, acierta Charly, que no son sinónimos ni cercanos en sus afirmaciones. Ficcionar es aventurar al otro a ser parte de un algo. Mentir, es alejarlo de ello.
Por supuesto que puede haber millones de divagaciones más, acepciones válidas, tantas como narradores hubiese. Para Poetizar, claro, esa tarea que me es dificilísima, pero en la que Charly se mueve como pez en el agua, también es necesaria la ficción, esa melancolía de lo no vivido, pero, en efecto con ese tinte aún más nostálgico y menos mentiroso que una narración.
Logro asimilar algunas cuestiones que tenemos los lectores, partícipes necesarios de mundos otros, pero odiadores de la mentira como tal. Tampoco la ficción es lo irreal. Lo irreal me sería lejano, y de mentira. Hablar de ficción es tan difícil como hablar de literatura, en donde los términos tienen miles de acepciones. Por eso con Charly decidimos no hablar de esas cosas. Preferimos seguir emocionándonos con esas películas en blanco y negro, ya sean escritas o filmadas en un sinfronismo anhelado eternamente. No mentimos: nos ficcionalizamos los mientrastanto para sobrevivir, y esperamos la muerte del cuerpo en un movimiento constante. Lo que no podemos hacer ficción, nos duele y esa emoción del dolor también es válida, super válida. Hay actos y decires que nos sobreviven y esto es un hecho prodigioso y necesario. La poesía, la literatura son algo de eso. Hablo de ficción o como canta Mollo: cuando la mentira es la verdad.
Anoche vi una estrella fugaz. Su luz y recorrido fue tan hipnotizador que no llegué a pedir ni uno de los tres deseos que supuestamente tengo disponibles. Yo creo que nadie llega a pedir tres deseos mientras observa su luz. La fugacidad, la sorpresa de ver pasar lo inesperado no admite un tiempo para pedir cosas futuras y muchas veces inalcanzables. Solo se desea que ese momento mínimo dure para siempre. Pero, claro, si durara para siempre dejaría de ser el instante mágico para pasar a ser una cotidianidad y, por lo tanto, invisible. Como la salida del sol, su puesta en el oeste o como la noche misma. Nadie da cuenta de la noche, o por lo menos no de sus momentos. Las cosas al ser rutinarias se tornan invisibles, monótonas, imperceptibles.
Los momentos fugaces, como las estrellas que caen, son recordados eternamente y quedan girando en el inconsciente como algo extraño y divino. Pero no hablamos de eso, nadie describe la fugacidad de la belleza porque no habría palabras para hacerlo. Por más que quisiéramos plasmar ese momento hermosísimo, mágico, hay otras variables que siempre harán que nos falte esa palabra exacta que lo defina.
Me detengo, entonces, en las rutinas: en lo obvio, en lo cotidiano. Veo, o trato de ver para luego narrar, lo que el acostumbramiento del ojo ya no ve. Esos momentos que para las personas se vuelven ciegos. Sin ir más lejos, hasta antes de pandemia, los abrazos eran comunes e intrascendentes hasta que dejaron de serlo. Dejó de ser un hecho común y entonces se comenzaron a valorar, como aquellos muchísimos instantes que nadie veía de tanto verlos.
Pienso en las descripciones. Pienso en el narrar de la belleza y de qué manera hacerlo, pero me es difícil, solo encuentro aproximaciones, decires posibles o vaguedades afines. Entonces no me queda otra más que ejemplificarlo con lo más parecido a lo que creo que es. Esto viene a colación de una relectura del pasaje del Adán Buenosaires. Esa insuperable descripción que hace el personaje de Adán sobre un objeto (un dibujo en un kimono) y que transforma en la belleza más parecida a la fugacidad de una estrella.
Dejo, entonces, los deseos guardados en los bolsillos de esa otra belleza fugaz para que se describa sola, sin la ayuda de nadie que intente contármela. Una autodescripción en sí misma. Mientras tanto, sigo buscando la palabra más cercana para describir la belleza en el kimono.
—¿Me pongo el de la cábala? — me preguntó mi vieja cuando terminé el 5to año.
—¿Qué se yo? total ya terminé, ponete el que quieras —le dije aquella vez siendo yo un adolescente poco preocupado por esos detalles.
Ella lo había llevado la tarde anterior de Taguamochi, la tintorería del pseudojaponés de la otra cuadra que, en realidad, era Gómez de apellido. Igual, la tintorería y su rostro llevaban impresos signos bien orientales y que el dato de que su apellido fuera Gómez bien podía pasar desapercibido. Taguamochi, obviamente, no era japonés, pero tenía una cara de Señor Miyagui tremenda y se aprovechaba de eso para hacer el negocio. Yo le veía una mezcla en los rasgos entre Ekeko y la figura de un Buda de cerámica.
Mi vieja dijo que iba a probar llevárselo otra vez. Lo había llevado días antes del acto de séptimo grado y se lo dejó hecho un desastre, así que le iba a dar otra oportunidad al ponja y se lo llevó.
Era raro el tintorero, raro y mágico. Puedo afirmar que le dio vida eterna al saco rojo. Pasó graduaciones, cumpleaños, bautismos, casamientos, etc. En todo gran acontecimiento familiar si no estaba el saco rojo, no se celebraba debidamente y alguna desgracia ocurría: o se le salían los postizos a la abuela en la pira bautismal; o se chupaba el tío fiestero y encaraba a la novia en el casamiento; o se prendía fuego la torta con las velitas. Algo ocurría, así que se le prohibió a mamá el ingreso a todo evento, familiar o importante, si no llevaba el saco rojo.
Así nació la mística. Taguamochi en toda esa tarde que lo tiene en su tintorería le aplica la magia, o algo que desconocemos, porque al próximo acontecimiento llega intacto, como ese primer día allá por el caluroso diciembre del 91 en Tostado.
Taguamochi todavía vive, no puedo definir su edad. No puedo definir la edad exacta del saco tampoco. La edad de mi vieja puedo aproximarla, sin ruborizarme.
El saco rojo, mi vieja, el tintorero Taguamochi y todos esos raros acontecimientos que suceden unas veces al año en su presencia, son mágicos y únicos. Es una tradición vernos a todos cabecear para encontrar el saco rojo. Sentimos una sensación de alivio muy grande al dar con esa imagen. Es como estar dentro de un dibujo de ¿Dónde está Wally? Y Wlly, siempre aparece.
Pasaron muchos años desde ese 91 caluroso y de ese pibe que terminaba séptimo grado. Ahora presento libros o hago lecturas o cosas por el estilo y (hasta a veces sin avergonzarme) busco el saco rojo entre la gente. No es muy difícil encontrarlo, la mayoría de las veces está en la primera fila. A veces me pregunto si el día que falte el saco rojo los acontecimientos importantes dejarán de serlo y solo serán algo más de la rutina. No sé, nadie sabe qué será del día en que falte el saco rojo.