Un blog semanal con textos escritos por Franco Rosso, escritor y amigo de la casa.
Cementerio Club
Por Franco Rosso
miercoles 30 de abril de 2025
Los cementerios son una ciudad dentro de otra. La Necrópolis como un club de barrio en el que todo funciona al revés. Como The other side en la serie Stranger Things. Intuyo que todos tenemos una anécdota en el cementerio. La más rara de un cementerio me la contó la Meli, la novia del Jere, mi amigo. Contó que la llevó por primera vez a conocer Tostado en un viaje relámpago, cuando apenas noviaban. En esa charla le pregunté qué había conocido, si le había gustado el pueblo, por qué lugar icónico del conurbano tostadense había caminado. Dijo que el Jere al primer lugar que la llevó fue el cementerio. Ella lo contaba con indignación, pero a mí no me asombró, porque el Jere también fue parte de esas excursiones de changuitos. Es como si la llevara a conocer el club de sus amores, o algún lugar que no se puede dejar de visitar. Además, contó, mientras se indignaba, aún más, por la falta de romanticismo del Jere, lo cual no concuerdo. Que le describió los parentescos y la vida, de una buena parte de los que descansan en el San Salvador durante las tres horas y pico que duró el paseo romántico. Y concluyó que, al final, el Jere conocía más gente en el cementerio que en el pueblo y que eso lo declaraba más viejo que joven.
Los cementerios nos atrajeron desde siempre. Con mi primo Rodri y mis hermanos, cada vez que nos juntábamos de chicos, era una obligación ir al cementerio del pueblo en el que estuviéramos. Digo esto porque mi primo Rodri vivía en otro pueblo y por lo general nos juntábamos para alguna festividad en Hersilia de mis abuelos, o en mi pueblo o en el suyo o en el de algún familiar en común. Pero estuviéramos donde nos encontrara la juntada, el primer lugar al que íbamos en excursión era al cementerio. Por lo general quedan a una distancia considerable del pueblo y la aventura era caminar, por el central de tierra. Lo mejor sucedía cuando llovía. Embarrarse era una de las mejores partes de la aventura. Salíamos por la siesta, cuando los grandes dormían y nosotros aprovechábamos a rajarnos. El cementerio como un club. Y nosotros socios vitalicios. Cada cementerio de pueblo tiene su atractivo. Grandes panteones, tumbas raras, viejas, nuevas, misteriosas, llamativas. El juego clásico: encontrar la tumba más vieja. Recordaba el otro día cuando tuve que escribir el primer capítulo de Los Idos, tenía que escenificar un capítulo que sea representativo de la preadolescencia de los personajes. Un escenario en donde todo pueda ser posible, la valentía, la apatía, el miedo, la risa y la tristeza, la nostalgia. Un escenario en donde describir todas esas emociones no me fuera un obstáculo. Sin duda: un cementerio. Pero aparte de las cuestiones técnicas que requería el texto, también fue porque conocía de sobra eso de recorrer cementerios en esa edad en que no hay censuras. Con mis amigos también fue una costumbre, pero ya de adolescentes. No hace mucho, en una de mis vueltas al pueblo nos reencontramos con los chicos e instintivamente, mientras dábamos unas vueltas y tomábamos unos mates en el auto, llegamos al cementerio. Nadie lo vio como algo raro, incluso nos bajamos y comenzamos a recorrerlo. Ahora, dando cuenta de la edad, la aventura pasa a un segundo o tercer plano y la recorrida termina siendo una visita a gente que alguna vez conocimos y vemos las fotos de lo que fueron, o de lo que recordamos que fueron.
Volviendo a lo que decía de no concordar con la supuesta falta de romanticismo del Jere para una primera escapada o cita: a un bar, a una plaza, a un shopping, a cenar, te lleva cualquiera, pero ¿a un Cementerio Club? Solo los elegidos. Eso es romanticismo puro. Punto para el Jere.
Bañacauda
por Franco Rosso
miercoles 23 de abril de 2025
Yo le había dicho al Gordo que iba a ser mucho, pero insistió: “para un piamontés nunca es poco”, dijo. Después me mandó otro audio diciendo que la íbamos a probar al estilo Salu de la buena. El Gordo es de fabular, sin embargo, a las siete ya cayó y empezó a desfilar con todos los bártulos y los tapers que rebalsaban de salsa. Salu de labuena, dijo, “empezá a chuparte los dedos, vos, y lavá la lechuga”.
En el norte no comemos bagna cauda. No es una comida típica de esos pagos. Allá somos más del locro, el pescadoo el asado con cuero, cosas así. A la bagna cauda recién la conocí en Humberto 1°, en casa de Teresa. Allí, los inviernos era un clásico comer bagna cauda alrededor de una olla, con un mechero abajo y con mucho frío afuera. La palabra no quiere decir otra cosa más que salsa (bagna)caliente (cauda). El Gordo, al igual que todos los gringos de esta zona le dicen “la baña”. Los ingredientes principales son aceite de oliva y ajo, pero, según la historieta de esta salsita, los componentes fueron variando a medida que se fue trasladando de una región a otra.Entonces se agregaron anchoas (en el “camino de la sal”), crema de leche (Saluzzesse, por eso lo de Salu de la buena) algo de nuez también. Es una comida campesina, obrera, de la región del Piamonte (o Piemonte según los puristas ortodoxos) en Italia y que llega a la Argentina, más específicamente a la región de la pampa húmeda por los inmigrantes de la región del Piamonte y acá le meten sus ingredientes autóctonos, también. Parece que, y según el Gordo que se recorrió comunidades piamontesas por todo el país, para comerla como corresponde hay que sentarse alrededor de un fogón, como lo hacían los tanos cuando volvían del laburo en los inviernos y meterle verduras con un pinche. El Gordo no difiere mucho de los tanos aquellos, es un entendedor del caso. En marzo ya arranca con toda la preparación para hacerla un mes después, pero el tipo es un fanático. A la crema la hace él.No entiendo mucho sobre cómo se hace la crema de leche, pero él mismo va durante varias madrugadas, después del ordeñe, a una fabriquita tambo que tiene un amigo suyo y bate que bate. Este amigo, el Vasquito, lo deja hacer. Le guarda unos litros de leche para que reniegue y el Gordo le mete empeño. Tira pailas completas porque dice que se le acidifican, que se le cortan y que se yo que más. Recién cuando la tiene a su gusto la envasa en botellones de vidrio, por lo general saca cuatro o cinco de esos de mayonesa grandotes que venían antes. Los ajos se los compra a los bolivianos de la esquina de su casa. Dice que no hay ajos como los de los bolivianos, blanquísimos, cabezones, firmes. El Gordo, insoportable, pasa todas las mañanas y Percy le muestra una ristra para que vaya eligiendo la mejor cabeza. Obvio que le selecciona los repollos y las lechugas que consigue hidropónicas. No sé cómo todavía le dan bola para estas cosas. Creo que a las anchoas no las va a pescar, pero debe faltar poco para que lo haga. Sin embargo, otoño tras otoño, para semana santa, el Gordo se sale con la suya. Es toda una ceremonia comer bagna cauda con el Gordo, porque la cosa no termina en los preparativos. Dice que tiene que comerse en casa ajenay viene todos los años a la mía. Eso no aparece en ninguna tradición, se lo inventó él para no comerla solo, pero aparte porque dice que el ritual tiene que ser el compartir y sopar el pan todos de la misma olla. Por ese motivo también, se dedica a invitar gente. Mucha. La cuestión es que mi casa, los Sábados de Gloria, realmente son de gloria. Entre todos los que invita, debemos ser cerca de treinta personas. Vecinos, conocidos, desconocidos, amigos casuales, Percy el boliviano, el Vasquito y demás. El Gordo se encarga de todo, garrafa, mechero, ollas de campamento, todo. Lo único que hago es proveerlo de delantales y vino en el vaso. Y este sábado terminamos todos en el patio. Cagados de frío, pero ahí estuvimos.Para mi sorpresa Percy se vino con una acordeona y tirabalas notas de unos valses sentadito atrás del Gordo, con una botella de tinto a la par. El Gordo revolvía la salsa con un cucharón de madera gigante y cantaba, siguiendo los acordes de Percy, una canción en piamontés. Inventabacon palabras sueltas que se memorizó y otras en un idioma que yo clasifico como (diría el gran Xul Solar) elneopiamún.
Y entre díos faus que iban, porcas madonnas que venían, todo era una parla a los gritos y alegría exagerada por el tinto. Como corresponde. Espero que el Gordo no se canse de celebrar la bagna cauda, porque, al fin y al cabo, la pasamos lindo. No quiero pensar el día que cambie de tradición y se le dé por organizar La Batalla de las Naranjas, ahí sí que se arma. Pero a la final, no quedó una gota. Y yo que le dije que iba a ser mucho.
Bonetes
Por Franco Rosso
miercoles 16 de abril de 2025
La foto de la foto muestra una típica fiestita de cumpleaños de los años ochenta. Una imagen desgastada en sus colores por el paso del tiempo, pero que comienza a guardar cierta longevidad o inmortalidad al estar digitalizada. La foto me la pasa Marisol, hace unos años atrás. Y, a su vez, ella la descubre cierta tarde de lluvia en que se pusieron a revoltijear cajas viejas que acovachaba Sarita en el placard. Algo así como jugar a desenterrar muertos, pero con fotos en papel, con imágenes retro. Es el cumpleaños de Marisol. Tal vez de 9 años. En la foto hay varias caras conocidas, caras que se me van, y otras que se desvanecen en el tiempo y recupero vaguedades. Hay que tener en cuenta que la foto está sacada con una Polaroid hace más de 35 años. En la imagen hay niños alrededor de una mesa, a la hora de soplar la velita, con detalles infaltables: El banderín de feliz cumpleaños con animalitos en cada letra, sobre el mantel compoteras con chizitos, masitas de animalitos y confitones de colores y en la cabeza de los niños: bonetes. La palabra bonete, a grandes rasgos (y aplicando una etimología fugaz), viene de la palabra bonnis (latín) que, para hacerla corta, es parte de la familia de la palabra beneficiado. Tal vez por eso se le da el bonete más grande al cumpleañero, como símbolo del rey de los festejados. Encontrar una foto de niños con bonetes de cartón ya es un tesoro en sí. Están en extinción y no creo que vuelvan a existir. En la foto que me pasa Marisol yo tenía un bonete con cara de perrito que hacía juego con la cara de perrito mojado que tenía el portador. Los bonetes, al contrario que los globos, son un símbolo que se fue perdiendo con los años. Los globos le ganaron la pulseada en la foto por ser un objeto con el cual se pueden crear juegos, pasatiempos y llaman a la diversión. Con un bonete no se puede hacer otra cosa más que africarte con el elastiquito en los cachetes cuando se te corta. La vela en la torta también tiene su simbología. Según los griegos la idea de apagar el fuego de una vela era que el humo resultante elevara los deseos hasta los dioses. Esto se hacía en el templo de Artemisa, con unas tortas de masa, redondas, que simbolizaban un ciclo lunar completo, pero esto no necesariamente se hacía para algún cumpleaños, sino en cualquier momento del ciclo. La luz de las velas simbolizaba el resplandor de la luna. Pero los griegos tenían mejores fiestas que éstas, sin dudas, y no vienen al caso ahora. Los alemanes también tuvieron otra versión, los Godos otra, los Visigodos otra y así. Y acá, en este punto del planeta, en una ciudad del norte santafesino, en los años ochenta: usábamos bonetes de animalitos en la cabeza.
Marisol no tiene pudor de estas cosas y yo trato de destruir cualquier evidencia de haber usado un bonete en la cabeza. De todas formas, me gusta ver fotos o momentos que no sabía que existían y que me van formando el imaginario perdido que tengo del evento y que, como esa Polaroid, se acovacha en la cabeza y lo olvido. No tengo dudas que uno arma su memoria de un rejunte de flashes. que repone constantemente las escenas perdidas, como fotogramas que se van interponiendo entre los celuloides rescatados. No creo que nadie sea capaz de recordar una secuencia completa del pasado sin la introducción de la ficción como elemento repositor del relato secuencial real. Para esas escenas perdidas de la vida en la memoria existe la ficción y, claro, como modificador de esa ficción existe el punto de vista.
Estoy seguro de haberle llevado de regalo a Marisol un Coqueterías. De no haber comido torta porque no me gustan las tortas de cumpleaños y de haberme ido último porque seguramente luego de la fiestita de los bonetes habremos disfrutado de alguna cena familiar
Edificios
Por Franco Rosso
miercoles 09 de abril de 2025
Suelo caminar observando detalles de la vida cotidiana. Particularmente, miro hacia arriba, los techos de las casas, sus frentes o sus terminaciones: la arquitectura en general. Ayer veía lo que era el edificio del correo postal. Digo lo que era, o lo que está dejando de ser, porque de un tiempo a esta parte, hay cosas que se desvanecen. Una mole de un par de pisos de altura, majestuosa, pero discreta en su fachada. A simple vista, si uno no se detiene a observarlo con detalle, podría pasar desapercibido como una gran muralla blanquecina, enmohecida. Por dentro la cosa cambia un poco y es algo más amable a la vista. Una escalera semi caracol, a mano izquierda de la entrada, lleva a un segundo piso que no conozco. El ambiente de la recepción es amplio. Como siguiendo un poco con las formas de la fachada, es un rectángulo que me recuerda a un boliche bailable (By Pass, para los que conocen) en Bariloche. No tiene mucho de nada, a decir verdad, pero es una construcción que me llama la atención. Otra hermosa construcción es la que hoy aloja al museo histórico y su casa contigua. Una belleza de la época de la colonia, con fachadas arenadas en sus revoques y grandes aberturas de vaya a saber que madera fuerte construida. Hay hermosas casas y grandes construcciones de esa antigüedad en barrios cercanos, abandonadas, dejadas al azar del tiempo, con grandes vitreaux que en algún momento han receptado otros soles otoñales. Camino y veo que aún conviven varios edificios en pie con más de cien años de antigüedad. Algunos están descuidados, algunos agiornados a la época y otros en el olvido completamente. Después de estas tres categorías existe una cuarta que es la categoría de Purgatorio Arquitectónico o mejor dicho Purgatorio Social. Aquí, como lo define Dante en La divina Comedia, La Recova Ripamonti se lleva el primer puesto. En esta Rafaela, en el medio de la city, los restos de esplendor agonizan en esas siete terrazas que propone Alighieri. Su fachada, o lo que queda de ella, nos da señales explícitas sobre esta teoría. La conocí por dentro, hace veinte años atrás, me gustaban sus balcones pequeños. Tenía sótanos, hace un tiempo ya clausurados, que conectaban varios edificios de la ciudad. Demás está decir que todo eso ya no existe. Hoy este emblema goza de las mieles de ese Purgatorio. También podemos clasificarla como en una caída del Paraíso, del esplendor a un tránsito perpetuo hacia el Infierno o hacia la oscura ciudad de Cacodelfia, como relata Adán Buenosayres. Claramente no tiene Paraíso ni infierno. Un Purgatorio eterno.
Mirar estos edificios no me trae nostalgia, en todo caso algunas preguntas. No dejo de decirme que, en estas cuestiones, no hay una injusticia Divina, hay una injusticia de la sociedad. Creo que en este tema también estoy en ese Purgatorio del pensamiento. Entonces hago una comparación con la literatura y pienso en eso de poder pasar a dominio público una obra, luego de un determinado tiempo de divulgada. Tal vez, también, podría aplicar a estos edificios que son parte, símbolos, memoria de una cultura. Pasar a dominio público aquellos Libros, pinturas, esculturas, monumentos, edificios ya sean locales, nacionales o universales: todo lo que nos salva de la hostilidad del mundo. Digo, qué se yo.
Rasgos
por Franco Rosso
miercoles 2 de abril de 2025
Después de, muchos, muchísimos años, me encontré en la marcha del 24 con un profesor que tuve en la secundaria. No fue cualquier profe. Tengo que decir que si ese día yo estaba allí marchando era porque él fue de las primeras personas que nos habló del 24 de marzo, por eso era mi intención ese abrazo. Un agradecimiento, tal vez.Mientras caminaba al encuentro, él estaba del otro lado de la columna que marchaba,pensaba en si me iría a reconocer, luego de tantos años sin verme, (tal vez fueran unos 30 años). Amagué a quedarme a mitad de camino, pensando si ir o no. Me iba a morir de vergüenza si no me reconocía, un garrón. El tema es que en estos treinta años el estaba igual a como lo recordaba, como embalsamado en sus estéticas, y yo con todo el rigor de los años puestos en mis cueros. No importa, fui. Lo encaré para saludarlo, darle un abrazo preguntarle por su vida. El Profe estaba de espaldas así que lo abordé con una palmada en el hombro y le hablé cerca del oído por el ruido. Arranqué con un: -Profe Javier, tal vez usted no se acuerde de mí, pero yo … El profe alejó la cabeza y me miró. Y me cortó en seco. - ¿Cómo no me voy a acordar? Vos sos el famoso tal, amigo de tal, del grupo de 5to S.A promoción tanto… y así me tiró todos los datos. Y el abrazo, claro. Estaba junto a su esposa y compañera a la que saludé con el mismo aprecio. Debo reconocer que me volvió el alma al cuerpo cuando me reconoció. Sé que no es sencillo acordarse de alguien.
A mí, muchas veces me cuesta reconocer rostros, nombres, personas. Y más, aún, si el tiempo hace lo suyo por cuestiones obvias, por naturaleza. No fueron pocas las veces que alguien me nombra, me saluda o dice conocerme y, en una primera instancia, no recuerdo en absoluto su cara o su nombre. Tengo que esforzarme bastante para encontrar un atisbo, una mueca un gesto de eso que alguien conocí. En esos momentos me pregunto si alguien es siempre ese alguien que conocimos o es otro, un mutante de sus formas. Como un bicho canasto que al final del ciclo es polilla, y que fecunda cinco minutos antes de morir. Es más, el domingo, frente a una iglesia se me acerca una chica (léase “chica” en referencia a mi edad. Tener en cuenta que todavía La Lili se junta a tomar el té con “las chicas” jubiladas hoy en día, como la Sarita, por ejemplo) Esta chica me llama por mi nombre, me saluda y me pregunta si me acordaba de ella. Se me cayó el mundo y la cara porque no registraba ese rostro. En esos casos intento ir por el detalle que me guíe. Algún gesto, algún rasgo que me lleve hasta ese rostro que fue, hacia el bicho canasto. Y lo encontré. Nati, dije, sos vos. Pero no era aquella Nati que cantaba en una banda de rock. Ya no. Solo quedaba ese rasgo, esa mueca que conseguí. Esa mueca era la genuinidad de la Nati. Abracé esa mueca. Rescaté a aquella Nati en ese gesto.
Hay personas, como el profe Javier, que siguen intactos al paso del tiempo y otras que solo quedan atisbos de lo conocido, que cuestan reconocer de una primera mirada. Seguimos caminando con el profe, charlando de lo que somos y fuimos y lo hicimos durante toda la marcha. No era casualidad que nos hayamos encontradojustamente allí, en esa marcha: encontrando los gestos que creímos perdidos. ¿Qué mueca genuina se busca en los rostros de quienes no están? Creo que un poco es eso lo que no se olvida.
Brujas, Hadas, viejas de
Por Franco Rosso
Miercoles 26 de marzo de 2025
Por estos días de comienzos de clases, y que llevo a Ulises y Lisa hasta su escuela, (secundaria ya), recuerdo a mis profesoras y maestras. Podría recordar miles de cosas de la secundaria, sobre todo, pero me voy a enfocar en esa parte. Tengo en mente dos o tres que creo que moldearon un poco el pensamiento que hoy sigo construyendo. Algunas de ellas me hicieron andar por un camino alternativo a la felicidad, o por lo menos eso supongo. Cuando hablo de caminos alternativos quiero decir que a los de nuestra generación nos han puesto fuertemente en crisis frente a los ideales de adolescente. Eso, sin embargo, parece estar lejos de una felicidad posible. Pero uno, pibe pelilargo medio gil, medio genio creído (y a veces no tan terco), no se da cuenta de estas cosas, sino hasta mucho tiempo después, cuando el pelo ya no es tan largo. Seleccionar siempre es un acto injusto, porque, en realidad, cada una desde el lugar que les tocó hicieron su parte. No voy a romantizar a la seño amada y el lugar rosa de la amorosidad de la maestra ideal, porque en realidad no fue así. Las seños eran malas, crueles, lo más cercano a una bruja, con las acepciones que le pueda dar un niño a la palabra bruja y que voy a usar de aquí en más. Pero, digo, las que te moldean son así: Brujas. Y las que te rescatan de esas seños brujas son las seños Hadas. Esto de los rescates se da en la primaria, sobre todo. Una vez en la secundaria la cosa cambia y hay como un proceso de mutaciones en la forma de referirse a la maestra: El “Señorita” deviene a “Seño” pasa a “profesora” que deviene en “Profe” y que finaliza en “La vieja de”. Todos, sin excepción, todos tuvimos como profesora a “La vieja de”. Pero voy a comenzar por las Hadas y las Brujas de la primaria. La gran Bruja fue la seño de Lengua. La seño Magda (Bruja). Una seño muy recta, pero todavía, 35 años después, recuerdo las actividades que hacíamos con las historietas de Mafalda, las entrevistas a Gastón Gori (que fue mi primer contacto con un escritor en serio), la creación de historietas propias, la creatividad sin límites que nos dejaban sus clases. Pero era Bruja, claro. Nos tenía cortitos, ojo con hacer algo fuera de lo correcto, salvo todo lo que fuera crear, ahí estaba todo permitido, y yo y mis amigotes éramos de los que hacían todo fuera de lo correcto. Primer molde. Seño Magda. Bruja natural.
Como todo cuento de niños también había una seño Hada. La nuestra era la seño de ciencias naturales (no recuerdo si se llamaba así la materia en esa época). Tampoco sé mucho de biología, pero sí de sus abrazos, de su voz suavecita, de su sonrisa amplia, de las meriendas cuando no teníamos. La seño Yeye (Hada). Hada natural. Y sumo otra Hada más: Seño Ada (valga la redundancia). En la secundaria ya se empiezan a perder estas dos categorías y dan lugar a eso de: “La vieja de”. Tuve muchas viejas de porque, encima, hice la secundaria en dos escuelas distintas, así que tuve casi el doble. Tendría para hacer un texto de muchas páginas para nombrar a cada una de ellas, ya que tengo para contar millones de situaciones, pero tengo que enfocarme en esa que, sin saberlo en ese entonces, me llevó a la lectura por placer y eso de escribir también por placer. Tengo que admitirlo: si tuviera que encajarla en la categoría de la escuela primaria sería Bruja, sin ninguna duda. Es más, con ascendencia en Ogro. “La vieja de Lengua” Lilián fue la profe que nos incentivó a leer en la secundaria. Trató de hacérmela difícil, lo que más pudo. Conocimos la poesía, las ferias de libros, la narrativa, el pensamiento crítico sobre una obra. Me la hizo muy difícil. Bruja, como toda vieja de lengua. Yo debo decir, también, que no era la materia que más me gustaba. Mi relación con las viejas de lengua fueron una cuestión de amor y odio. No me llevé bien con ninguna, todas ingresaron en la categoría de Brujas. Mis notas no superaban el seis o siete a duras penas. De todas formas, nunca tuve que rendir Lengua, raspando, pero aprobaba. Lilián se encargó de marcarnos el rumbo literario en los dos últimos años de secundaria, intuyo que los más difíciles para una profesora a la hora de hacerle frente a un grupo de adolescentes en plena ebullición, pero también los años más interesantes.
Con el tiempo todos esos mitos de Brujas, Hadas y “viejas de” se fueron diluyendo y convirtiéndose en recuerdos agradables de alguna fábula que te contaron o fuiste parte. También te das cuenta de que, a las que llamabas viejas, cuando eran profes, no superaban los treinta años y te querés morir. Con la profe Lilián (Bruja) mantenemos hasta el día de hoy una amistad literaria, un ida y vuelta y charlas de café a la distancia. Yo creo que jamás se le cruzó por la cabeza que uno de los peores de la clase se hubiera dedicado a leer literatura. Puedo asegurar que nos imaginó más cerca de un correccional que de un libro y sigue sin reconocer, al día de hoy, que fui su peor alumno. También sé que tiene sentido del humor y sabe que es así.
Lisa y Ulises caminan hacia el portón con el timbre sonando de fondo. Pienso, mientras arranco me alejo del portón, que en los cuentos de Hadas, Brujas y Viejas de por lo general hay un príncipe que se casa con la bella princesa. Pero mi ficción no es una mentira que pasa en Nunca Jamás, sino que sucede aquí, en mi calle, mi barrio, mi pueblo. Entonces, lejos de ser un príncipe y desde hace muchos años, día tras día, comparto la historia con Romina (Bruja) una vieja de Lengua. Por eso, también, tengo la suerte de ser el narrador omnisciente de esta trama.
Por Franco Rosso
miercoles 19 de marzo de 2025
Esperar el turno para ser atendido en un comercio de barrio es una experiencia necesaria. Lo maravilloso es esa primera vez que uno entra y se mezcla con la clientela habitual siendo un extraño total. En mi caso, entro con un buen día tímido que apenas balbuceo y espero desde un punto alejado, tratando de no molestar. Observo detenidamente: Allí se arma como una misa entre el almacenero (puede ser carnicero, panadero, despensero, etc.) y la clientela habitué. Uno, que llega novato a ese círculo no le queda más que sonreír a los chistes que circulan y, a veces, sin saber de qué, pero por cortesía, nomás. Decía que en esa misa se habla un código que solo ellos entienden y que a uno lo invitan a ser parte casi a mitad de la ceremonia con la frase de cabecera bautismal que tira siempre el párroco de turno: “Che, ¿qué va a decir el señor que es nuevo?”. Y señala con la pera para donde está el nuevo. Ahí uno, bordó de la vergüenza sonríe más y responde a la intención con un “No pasa nada, todo bien” o solamente descruza los brazos en un movimiento nervioso o cambia de posición mirando al piso, como asegurando que escuchó y aceptó las condiciones. Eso es un bautismo, y partir de allí uno ya es parte del círculo del despensero/carnicero/panadero de los domingos a las once horas. Pero, más allá de todo esto, en esas reuniones de espera, pongamos en una carnicería, se escuchan las historias más fabulosas. Peleas entre vecinos por las cacas de un perro que no es de ninguno de los dos, quejas de una señora por la música fuerte del de la esquina, historias falsas sobre encuentros furtivos de la mujer o el marido de alguien, acusaciones sobre lo que toma de arriba el tío albañil en la obra sin poner un mango y chistes en continuado que tira el carnicero buscando la aprobación y la risa constante para minimizar la espera.
El domingo yo fui el señor nuevo de una de estas misas en una carnicería del barrio. La carnicería la atendía una señora de tal vez mi edad, muy delgada, de lentes y voz finita y chillona. A su lado, sentado, mirando dos celulares a la vez, un cuadernito de anotaciones, una bic azul y un postnet a un costado, el marido que oficiaba de cajero. Cargaba con un cuerpo extremadamente amplio. Su sobrepeso contrastaba de sobremanera con la esposa. Él, casi de espaldas a la clientela, apenas si giraba su cuello para poder observar a la gente, pero tenía un conocimiento muy detallado sobre lo que sucedía detrás del mostrador. Desde allí largaba los chistes. Muchos de los que hacía eran sobre él, sobre su obesidad, sus imposibilidades físicas, sus cambios. Entiendo que era una especie de justificación de lo que en ese lugar sucedía: “Mirá como me río de mí mismo” Su esposa lo complementaba. Ella tomaba el personaje de carnicera malhumorada y asumía ese rol en el juego, negando o minimizando lo que decía el marido. Cada vez que entraba una vecina soltaba: “¿Otra vez vos, Yuli? ¿Qué te olvidaste? Y para todos tiraba: ¡ésta con tal de rajarse del Jorge, viene cada diez minutos! Seguido de unas carcajadas un poco exageradas. Cualquier teoría conspiranoica diría que la Yuli es una actriz pagada por la carnicera para que ingrese cada diez minutos y poder renovar el chiste. Todos de ese tenor y algunos hasta más fuertes. ¿Va a gastar todo eso, Don Esteban? ¡Qué raro, usted que es bastante rata! Sin embargo, todos reían y agregaban chascarrillos, y los Don esteban y las Yulis reían a la par de los demás y justificaban sus acciones que, por supuesto, daban pie para continuar con la gracia. Y yo, claro, testigo de todo este mundo nuevo hasta que el Párroco Carnicero desde su Cathedra Petri arroja la frase bautismal: “Che, que el señor es nuevo, ¿qué va a decir?” y ella agregó “bueno, que se entere que llegó a la carnicería más loca de Rafaela”. Ahí recibí el diploma de bienvenida para ser parte de la misa en la siguiente celebración, para que poco a poco llegara a comulgar con esa colectividad.
Todo comerciante de barrio, sobre todo esos de antes, sin empleados o a lo sumo uno o dos ayudantes, pero que él está a la cabeza de su negocio noche y día, tiene una frase de cabecera. Se me viene a la mente la del Heine su imprenta-quiosco-librería pegada a la escuela 1251 (417 ahora) con su “Otro que tire y pegue” para llamar al próximo de nosotros en el turno. Don Luna, en su despensa del barrio tenía el: “más barato que mañana” cuando le preguntaban por el precio de algún producto y seguramente miles más que cada uno pueda recordar.
Vivo, no hace mucho, en un barrio de gente sencilla donde voy conociendo realidades a diario. Algunas más duras que otras, más divertidas que otras o similares a las mías. Empiezo a conocer sus humores, sus preocupaciones y sus evasiones. Intuyo, que esta misa es una manera de la evasión de la cotidianeidad más cruda. También comprendo las formas del humor, las contextualizo para poder reír. Y pienso que sin contexto no hay felicidad posible.
Lector
por Franco Rosso
miercoles 12 de marzo de 2025
Cada vez que termino un primer borrador de una novela hago dos cosas: Le envío ese manuscrito a algún amigo escritor, de esos que no tiene pelos en la lengua para decirte que es una cagada o que hay que modificar una u otra cosa o que ciertas frases funcionan perfectas en el texto y, a la vez, se los envío a mi amigo Maxi o, más popularmente conocido como “Vaca”. Maxi no es escritor. No asiste a taller literario, ni a grupos de lectura ni a nada que se le acerque a alguna actividad literaria, salvo, sí: a la lectura. Maxi tiene un par de cosas que son justo lo que necesito para que la obra sea viable, legible, pasable. Me interesa particularmente porque esta clase de lector tiene el desapego a los vicios de cualquier escritor y la frescura del lector porque sí. La inocencia del lector común que aporta una mirada totalmente genuina al texto. Otra gran virtud es la de tener un poder devolutivo que vas más allá del me gusta o no me gusta y eso es, también, invalorable. Maxi no es un improvisado en esto de leer, tiene en su haber a razón de cinco o seis libros por año que devora en ratos libres que no son tantos. Para algunos, tal vez, leer esa cantidad de libros en un año es poco, pero contextualizando la vida de un pibe criado por las abuelas, basquetbolista, empleado de comercio, de cincuenta y dos años, dos hijos, esposa y esto puesto en un pueblo de norte de provincia: es un montón. Incluso, más que los que tal vez pueda leer yo (y casi lo afirmo). Maxi se inclina en sus elecciones literarias por la historia, aunque la ficción de suspenso, la filosofía y otras yerbas no las pasa por arriba. Admiro toda esa capacidad, por eso no dudo a la hora de pasarle algún texto a la hora de ponerlo a consideración en esa etapa de producción. Creo fervientemente en la mirada ajena, en el lector común y de a pie que le aporta puntos de vista que siempre se le escapa al escritor-lector del palo.
Cierta noche, entre alguna copa y carne a la parrilla, bajo el calor del norte, en el patio de su casa y bajo un algarrobo añoso que estaba allí desde, quizás, tiempos de fortines, intercambiábamos puntos de vista sobre Boxeo. Somos declarados amantes del box y nos remontamos a épocas de oro en cuando las veladas de medianos campeones no se extendían más de seis rounds. Tiempos de Corro, Monzón, Dempsey y seguimos más acá con Mayweather jr., Canelo pasando por una extensa rama de contiendas inolvidables en distintas categorías. Eso derivó de alguna forma en cuestiones políticas partidarias. Aquí aclaro que Maxi está en una posición casi completamente distante a la mía, aunque hay bordes difusos, pero que vale la pena siempre acercar posiciones por su gran amplitud de criterios, más allá de sus valores innegociables. Nunca charlamos sobre literatura, pero sí de la vida en general, que es la materia prima de cualquier hecho de ficción, del arte mismo. Esa noche, en un descuido del vino, me preguntó sobre literatura. Más que nada fue una pregunta sobre otra pregunta: ¿por qué a los escritores les preguntan qué es la literatura y a los pintores no le preguntan que es la pintura o a los actores no les preguntan que es la actuación, o a los cineastas no le preguntan que es el cine? Vaya pregunta, pensé, vaya observación. ¿Por qué debemos preguntarnos sobre lo que hacemos? ¿Por qué es la única rama del arte que tiene millones de definiciones sobre lo que es, como escritores hay? No le supe responder. Quedamos en silencio por un buen rato, mirando la nada, como cuando ya no hay más palabras y es inminente un cambio de tema. El calor del verano nos venía aplastando, la madrugada avanzando y el tinto en los vasos se calentaba. No hay respuesta, Maxi, tal vez podrías decirme vos ¿por qué lees?, le repregunté. Una sonrisa, un trago de vino y dos respuestas obvias, que se quedaron sin preguntas.
Pescar
Por Franco Rosso
miercoles 05 de marzo de 2025
Quienes crecimos en una ciudad de llanura con río no desconocemos lo que un río trae y se lleva. Los pueblos con río son particulares. El agua potable, los canales de desagüe, la humedad del ambiente, las lluvias, las inundaciones, las sequías, la flora, la fauna y claro: la pesca. Todas cuestiones que influyen en la vida diaria de los que nacimos cerca de un río. El Salado nos trajo varias inundaciones, algunas bastante bravas nos obligó a migrar por un tiempo. Si uno presta atención en los pórticos de entrada, en las casas de aquel momento, todavía suelen verse los resabios de las defensas construidas con cemento y ladrillos. Pero, más allá de esas cuestiones poco amigables, lo mejor que tiene es que ese curso de agua esté allí presente, con todos sus humores. Porque a veces el río corre y otras el agua nos llega de a pie.
Disfruté mucho del río. Todo lo posible. De changuito, todos los viernes de frío, calor, humedad, sequía, lluvia, inundación, sol rajante y toda inclemencia del tiempo que uno se imagine, íbamos al río. El Pájaro y yo. Desde muy chicos, tal vez desde los ocho años o menos. Pedaleábamos los siete kilómetros que había desde mi casa hasta el puente viejo del balneario, en la desembocadura del canal del frigorífico. Siete kilómetros. A veces los hacíamos a pata, nomás. La cuestión era ir, salir de la escuela, rajar de casa, sacar lombrices en el fondo del patio o un trocito de carne para encarnar el mojarrero, un cacho de pan por si pintaba el hambre, botella de agua y una línea cada uno en una bolsita o bolso y listo. No teníamos reeles, ese era un sueño a futuro: mi primer reel. Con el paso del tiempo esos viernes se fueron estirando y ya pasábamos la noche en la orilla con las líneas en el agua. Algunas veces se sumaban los chicos y nos seguían el ritmo. No siempre, no se bancaban tanto nuestras largas horas de pesca. Las veces que hacíamos noche improvisábamos un refugio con cinas o cualquier rama que hubiera en el monte. También un fuego. Si había pique y sacábamos para comer, las estadías se volvían a estirar una noche más hasta el domingo a la tarde. (La Liliana, igual, creo que dormía tranquila porque sabía de la baquía de su hijo del medio).
Un río marca la vida de un pueblo. Muchas de sus costumbres, su geografía. Aunque desde adentro, los propios habitantes, no lo veamos. Es como la belleza cotidiana: de tanto frecuentarla se vuelve invisible. Un río es la referencia lugareña que marca costumbres, hechos, mitos y fantasmas, etapas, desgracias y gracias. En el río perdimos los moncholos más grandes, tuvimos el pique más fenomenal, vimos las víboras más gigantes, conversamos con los fantasmas y aparecidos más extraños que pudieran existir. Todo en el río es tan inmenso como la paciencia del pescador. Creo que por vivir junto al río todo ese tiempo es que aprendimos a contar las historias más fabulosas. Es el mejor taller literario que pudimos tener, no para hacer grandes libros ni todo eso que es otra cosa, sino para ver la vida con ojos de pez, de otra forma. La pesca en la costa es un ancla a la ficción, aunque los demás, oyentes desprevenidos, crean que son mentiras.
Guitarra
Por Franco Rosso
miercoles 26 de febrero de 2025
Es domingo y son casi la siete de la mañana. Desde una mesa de luz improvisada suena el celular. Me llega una foto que me manda por WhatsApp mi amigo Nicolás. En esa foto que originalmente fue negativo luego papel y ahora obviamente digitalizada, estoy yo tocando una guitarra criolla. Si no me falla la memoria esa foto la tomó alguien (vaya a saber quién), en el año 97, aproximadamente, en la casa de un japonés en barrio Alta Córdoba (Omine creo que se apellidaba, y ¿a qué no saben qué? Sí: sus viejos tenían una tintorería) En la foto un joven de 18 años calzando unos pantalones de corderoy marrones, zapatos tipo náuticos destruidos y un pulóver verde ensayando un Do mayor. De fondo, pilas de discos agolpados en estanterías. Se ve en el recorte de la imagen varias piernas de otros que hacen ronda a mi yo guitarrista improvisado. Es una reunión concurrida y parece que hace frío por la vestimenta del frontman players. No lo describí, pero en la imagen tengo la jeta abierta y las cejas estiradas así que seguro estaba cantando una de Tanguito, Nebia o del Flaco que era algo de lo único que me sabía los acordes de memoria en la guitarra.
Nicolás pone como pie de foto una frase tan exacta que me saca una sonrisa: ¡Ayer nomás! Esa frase resume todo. Distancia, tiempo, título de la posible canción, espacio, deseo. Frase que minimiza enormes distancias espacio temporales, que suena a un oxímoron que resuelve con retazos de nostalgia en el mensaje implícito. Le respondo con un chiste y con algo de vergüenza porque Nicolás es un excelente guitarrista y compositor. Tocar la guitarra en un grupo, en una juntada o frente a alguien es un acto de amor. Es como leer en público, pero menos aburrido. En aquella época, y más atrás también la guitarra era un objeto de reunión. Creo que hay objetos que simbolizan situaciones. Objetos o momentos dentro de un acontecimiento como, por ejemplo, el momento de cantar el feliz cumpleaños o soplar una vela, dentro de una fiesta de cumpleaños. Esos momentos son los que quedan en la foto y para los más suertudos: en la memoria. En nuestro grupo de amigos Nicolás y Fabián, eran los que realmente estaban a cargo de esos momentos, aunque rara vez tocaban una que supieramos todos. Yo nada más que un eterno improvisador, pero eso no importaba, el tema era hacer un poco de música para transformar el entorno, para lograr comunidad.
Me sigo riendo un rato de la foto y no solo de eso, sino también del día y la hora de la charla: domingo 6:48 de la mañana, como dos viejos madrugadores mateando a la fresca de un paraíso, o señoras barredoras de vereda acodadas en el palo criticando al trasnochado que viene a los tumbos a mitad de cuadra. Me rio, porque en estos momentos uno tiene la mirada 360° de esa situación, la imagen completa de la foto, la panorámica del instante mismo: la de haber sido el trasnochado y la señora. Pero, claro, las fotografías son ese instante que se recorta de un todo que sobra. Ahora, ya desvelado, armo el mate y miro la guitarra que se posa en su pie. Está allí y de vez en cuando vuelvo a ella. Mantiene la afinación como el primer día, aunque ya necesite un cambio de cuerdas.
Pienso que no podría decir qué objeto hace centro de atención en una juntada de pibes, o cual es el motivo del instante de la foto. Debería indagar un poco allí, posiblemente siga siendo una guitarra ese objeto, no creo que haya pasado de moda, aunque sí hayan cambiado las canciones que suenen. O tal vez no hay tal objeto y todo transcurre sin más que un celular, un amplificador pequeño y con Spotify al mango sonando una que no sepamos todos.
Por Franco Rosso
miercoles 19 de febrero de 2025
Tiempo atrás estuve recorriendo un lugar perdido entre las sierras, por allá, cerca de los difusos límites entre Córdoba, San Luis y Catamarca un Museo del Mate. No hay cosa más interesante que dialogar con la gente del pueblo para meterse un poco de lleno o por lo menos tener una introducción a sus costumbres, su habla, su mirada de la realidad tan alejada de las grandes ciudades. Como yo también vengo de una comunidad relativamente chica como Tostado, hay muchas de las cosas que me cuentan que me son familiares o conocidas. Tal vez por esta razón es que no me sorprenden más que lo necesario. Pedro es el dueño, encargado, conserje, ordenanza, administrador y guía de su propio museo. Me recibió en la puerta y comenzamos el recorrido, no sin antes fumar un cigarrillo en la puerta por pedido mío. Pedro es nacido en otra provincia, pero llegó a estos parajes de muy niño y se define como “un mistol entre la hierba”. Una definición un tanto original que nunca había oído hasta ese momento. Pasamos. Mientras caminábamos por un pasillo que va desde la garita de una boletería improvisada hasta la primera sala de mates, charlábamos sobre las formas de tomar un mate, me refiero a su preparación y gusto. Le contaba que a mí, muy a diferencia de Romina (que tiene una mano excepcional para no preparar mates), me gusta con todo los yuyos que pueda ponerle. Naranja, burrito, cedrón, peperina, menta, gengibre, etc. Pedro asentía y sonreía con cada descripción que le tiraba. Al final de mi exposición y para mi sorpresa me dice que hace años de que dejó de tomar mates por cuestiones de salud, pero que el los prefería amargos y en porongo chico al estilo litoral profundo.
Pedro me cuenta que todos los mates que tiene en su colección, (que son algo más de cuatro mil según su último censo) los tiene organizados por provincias. Una organización un tanto rara, pensé, porque también me pregunté si cada provincia tenía su mate. Pedro me miró casi de reojo y después se rio. Tal vez le causó gracia mi pregunta que parecía obvia según so organigrama en las vitrinas, pero me vuelve a sorprender. Aquí creo que el grado de confianza ya se había vuelto muy cercano porque me hizo una declaración comercial que, tal vez, no se la haga a cualquiera. Mirá, me dice, los mates no tienen provincia, no tienen, región, no tienen nada, incluso no se le conoce bien el origen, yo los tengo así para llamar la atención y para que vuelva el tío a casa y diga “¡mirá, vieja, me compré un mate rionegrino!” Nos reímos con el comentario.
Ya se habló del mate en infinitas ocasiones. Se escribió al respecto tantas veces como mates hay. Así como Pedro los agrupa por provincias, creo que cada uno lo toma como le parece. No hay especialistas en mate. Nadie es dueño del gusto ajeno. Desconfío de los coachers del Mate, los Mateplanners que te cantan la justa de como se ceba un mate. Lo cierto es que Pedro montó un negocio en un pueblito serrano perdido. Dije negocio, pero no creo que sea así: Creo que Pedro no le vende nada a nadie, pero si te llevas ese momento que no tiene precio. Hay un dato curioso que fue lo que más me llamó la atención del recorrido: un porongo congelado que mantiene en un freezer-vitrina. Me dijo que es la vedette de la colección. Que cuando el público se aburre lo saca e improvisa historias increíbles sobre ese mate.
Volví con la sensación de haber estado en una película joligudense de los años 80s en donde el actor está en un lugar fantástico y cuando se da vuelta el lugar ya desapareció. Tal vez, pensándolo mejor, Pedro no exista más que en mi imaginación.
Siesta
Por Franco Rosso
miercoles 12 de febrero de 2025
Habría que hacer un poco de historia en la relación que tiene la extensión del cuello de una prenda de vestir y las siestas. Ajá: La Solapa y la siesta. No sé si alguien lo sabe, tal vez rastreando alguna leyenda urbana o rural litoraleña me pueda responder a esto. Pero vamos a dejar de lado la leyenda (que invito a que la lean o gugleen) Lo cierto es que hay una relación estrecha entre un saco, un vestido y la siesta. Obvio, que son elucubraciones mías, libres relaciones que intentaba desde chico. Interrogantes que detallo: ¿Por qué se llama solapa esa monstrua de la siesta? ¿Por qué a alguien se le ocurriría salir a llevar chicos a la hora de la siesta, (en Tostado, verano y con 45° en la sombra)? ¿a dónde nos llevaría esta señora? ¿a quien se le ocurre llevar miles de changos que se portan mal y salen a la hora de la siesta? ¿Quién soportaría a todos estos changuitos? Pensaba que si nos llevaba estaríamos todos juntos, en algún lugar mas fresco, seguro, y que nos devolvería tipo cuatro y media que era la hora en que la siesta terminaba, como una cárcel transitoria por querer salir a jugar cuando los adultos dormían. Por otro lado, también se me ocurría que esta figura espectral tenía comunicación directa con nuestros padres y le avisaban de alguna manera que nos queríamos rajar a jugar para que se encargara de que no hiciéramos bulla en esas horas para el descanso. También imaginaba su figura: una señora con forma de cuello grandote como si fuera una medialuna gigante y con una hoz en la mano que no sabía si tenía alguna utilidad, pero que debía tenerla para meter miedo y autoridad. Lo cierto es que no conocimos a nadie al que lo hubiera llevado La Solapa. Alguna vez el Homero intentó convencernos de que a él lo había llevado, y que se había escapado en un descuido, que burló sus mañas, pero a la primera ya no le creímos. No había antecedente de que alguien hubiera sido llevado a ese limbo. Después se le cayó el relato cuando lo quisimos confirmar con la Zulma y lo desmintió a las carcajadas. Así que no tuvimos nunca una versión exacta de lo que se suponía que era que te llevara La Solapa.
Entonces hicimos un pacto: descartamos su forma de cuello grandota, descartamos la conexión directa con los padres, conciliamos en que tenía forma de señora, con vestidos viejos, negros, sin rostro y con una hoz. También pudimos escapar en las siestas a jugar en las veredas, en los montes, en el río y nunca tuvimos la oportunidad de conocerla, pero ya teníamos una imagen acordada de lo que era.
Las siestas y la noche son los escenarios de todos los mitos. No hay nada raro que suceda a las 6 de la tarde, por ejemplo, o a las diez de la mañana. Todo lo interesante sucede en esas horas prohibidas, las mejores, las que generan esa materia que me permite que hoy escriba esto. Pienso que aún tenemos una solapa que nos acecha en esas mismas horas que lo hacía cuando changuito. Una que tampoco logramos verle el rostro, pero que nos tiene con la hoz en el cuello frente a la hoja en blanco, frente a la cama, frente al calor de los veranos.
Ahora, por el contrario, es casi imposible dormir la siesta. Y nos dimos cuenta de que, con el tiempo, la siesta pasó de ser el enemigo a lo más preciado. Que nos inventamos formas para que suceda el hecho mágico de dormir la siesta, de habitar ese mundo onírico, pequeño, reparador. Una porción de noche entre tanto día. Pero se empeñan en darnos miedo a que suceda todo lo contrario a aquello: si dormís la siesta, te lleva La Solapa.
Carnaval
Por Franco Rosso
Miercoles 05 de febrero de 2025
Tenía que armar un capítulo para la nouvelle “Mandarinas” (EMR 2019) en donde uno de los personajes (el narrador) debía pasar desapercibido del mundo para ser él mismo, sin tabúes, sin inhibiciones: la plenitud de la felicidad y la liberación. Muchas veces los escenarios se crean sin tanto buscarlos, como que vienen acordes a las situaciones y uno los redescubre una vez ya plasmados. Para este capítulo no había otro escenario posible más que una fiesta de carnaval. La real exhumación de los miedos, de la opresión, de los prejuicios. Claro que me remonté a los viejos carnavales de los clubes en donde todo terminaba al cuarto día con la quema del Rey Momo, a esas fiestas populares que tal vez fueron cambiando en sus formas de festejarlo.
Haciendo un brevísimo paréntesis de historia de una manera moma mezclada con mito popular, el Rey Momo viene a ser parte de una deidad de la mitología griega y era el portador (a lo Prometeo) del sarcasmo, la burla, la crítica, la ironía, etc. Pero también se lo consideró el dios de los Poetas y Narradores en relación con eso que alumbra a la hora de escribir y ofrece el instante lúcido, el revuelo, la locura, el desvarío todo lo que uno necesita para poder oficiar de escribiente. Momo se reía de los demás dioses hasta que lo rajaron del Olimpo. Al bajar a tierra, como a todo aquél que tiene los pies sobre la tierra, se lo consideró una de las deidades más humanas. Y, también, como a todo dios que se mezcla con el pueblo, ciertos sectores lo desmerecieron por mucho tiempo. Se comenta que Momo en estos cuatro días de carnaval, en ese mes raro que es el acuariano febrero en donde se lo convoca, abre un portal hacia el verdadero yo, hacia la desmesura, hacia el otro lado, hacia nuestro verdadero rostro del placer colectivo. Ya lo cantaba Morrison en break on through.
Vuelvo de la historieta antigua a la más reciente. Los carnavales tienen muchas formas de celebrarse. Decía que para recrear el escenario de este capítulo elegí la que fue, en su momento, en Tostado en los clubes. Tuve en mente los del club 9 de julio y su Fiesta de Trincheras. Que es otra forma del carnaval con origen santiagueño y que a su vez seguramente debe tomar la festividad de alguna otra más antigua. Traigo a mi memoria caótica y selectiva, que también se le llamó fiesta de trincheras al período navideño de 1914 cuando se inicia una tregua en la primera guerra mundial. Y ahora me enfoco: en el club San Lorenzo se hacían los bailes de carnaval en los que la última noche se quemaba al Rey para que no quedaran rastros de ese portal, ese período abierto en donde todo estaba permitido, en el cierre de una tregua de cuatro días que nos permitían pasar al otro lado, ser nosotros con la cara de un otro que nos movía y nos protegía de la ridiculez social de ser. El personaje en este capítulo intenta ser. Intenta cruzar la línea del fuego iniciado con la quema del Momo, escudado en esa trinchera de cuatro días donde todo puede ser posible. Les dejo un par de fragmentos.
… “Era carnaval. El club Del Santo organizaba sus clásicos festejos. El Rey Momo ardía con unas llamas poderosas que habían ganado varios metros de alto. No porque fuera la última noche y el cierre del carnaval, no, era la primera noche, pero alguien le tiró un pucho prendido a la carroza del Momo y agarró fuego la paja de los fardos con los que estaba relleno el muñeco. Lo mismo que había pasado aquella primera noche de carnaval del último año de secundaria. Esta vez también —al igual que aquella noche— estaba todo el pueblo: nosotros, los pendejos con los pomos de espuma, los boludones con las bombuchas de agua, las chicas empapadas, el que se moja no se enoja, las viejas barredoras de veredas que se pintarrajeaban para la ocasión, los viejos que se tomaban todo, los disfrazados para no pagar entrada, Sarnita —que era nuestro perro del pueblo—, en fin: todos los personajes y todas esas cuestiones que me importaban poco, pero que a su vez formaban parte imprescindible del paisaje del carnaval del club”…
… “Sí me gustaba la quema del Rey Momo, eso era maravilloso. Era como una fiesta ritual pagana donde el fuego purgaba toda una tristeza que se iba con el año viejo y con ese Rey cocoliche relleno de paja prendido fuego. En aquella quema que se hizo el último año de la secundaria, Amparito estuvo toda la noche con el grupo de las chicas mirándome desde el otro lado de la carroza. Estábamos así:
Yo (en llamas como el Rey) El Rey (en llamas) Amparito (del otro lado de las llamas).
Nos separaba todo un muro de fuego que era imposible cruzarlo sin quemarnos…
Veredas
Por Franco Rosso
miercoles 29 de enero de 2025.
Unas semanas atrás estuve por la ciudad de San Francisco. Algunas cuestiones emparentadas con la literatura y las amistades me llevaron hasta ahí. San Francisco es una ciudad muy vistosa. Sus bulevares a montones, iluminados, tienen un aire a gran ciudad, dispuestos de tal manera que le dan ese toque de pequeña Rosario o por lo menos es a la que me hace acordar. Una ciudad que, sin embargo, como sucede en esas urbes de tamaño medio, chicas para grandes y grandes para chicas: Todos se conocen. De alguna u otra manera uno es hijo de, tío de, pariente de, amigo de… y así el encabalgamiento familiar-conocido. San Francisco tiene un dato curioso que nos hizo ver Maria Emilia mientras anduvimos sus calles y que luego reforcé en otra visita próxima: en las veredas frente a cada casa la gente coloca o construye bancos o sillones fijos, amurados al piso, de cementocomo los de las plazas de cualquier ciudad, y mientras andamos para llegar a destino comienzo a prestar atención y veo que es cierto: frente a cada casa o cada dos o tres viviendas hay un banco en su vereda. Escribo sobre esto y mi fragilidad de memoria a corto plazo hace que le pidaprestada la memoria a Maria Emilia. Enseguida me manda un artículo del diario La Voz de San Justo (04 de febrero 2018) en donde arroja un poco de luz sobre el origen de ese objeto que llamativamente se repite. Leo dos cosas del articulo que me llaman la atención, un dato duro y otro más subjetivo:
“Los primeros bancos en la ciudad se remontan a la década del 20 y en sus primeros 30 años eran una marca registrada de las familias de mayor poder adquisitivo. Luego, con los años, la costumbre se fue generalizando, poblando así más veredas.”
"era un sitio especial para los novios, para que pudieran estar a solas y afuera de la casa de la familia del novia. Allí podían estar un rato solos o más tranquilos y también a la vista de todos. Era muy cuidado todo el tema".
Un zaguán al aire libre, un zaguán de verano. Como los boliches bailables que en verano trasladan la fiesta a predios abiertos. Aquí la fiesta en otras épocas parece que estuvo en las veredas, como decía Raúl Porchetto en el hit. Como sucede siempre, en cualquier lugar del mundo, el local, el que habita diariamente un lugar, el que sigue una rutina interminable el paisaje se vuelve invisible así sea una isla paradisíaca o un infierno y, por lo general, todos estos detalles pasan desapercibidos o forman parte de una cosa más que hace al escenario del agotamiento continuo. Asumo que esa fue la razón por la que, a Laura Y Cecilia,ambas sanfrancisqueñas caminantes de sus veredas no les llamó tanto la atención nuestro asombro por el detalle.
En fin, hay infinidades de historias sobre el sentarse en lasveredas y sus historias son tan distintas como vecinos hay. A mi eso de sentarse en la vereda me lleva al Anselmo, mi abuelo, que en los veranos en Hersilia diariamente sacaba su sillón de tiritas a la vereda y lo acomodaba a la izquierda de la puerta de entrada a la casa, una puerta de esas altísimas por la antigüedad de la construcción, y se sentaba un par de horas cuando anochecía con su vaso de vino blanco a la par, en el piso bajo el sillón para que sus nietos no lo pateen cuando entren y salgan corriendo por la puerta. Como lo dice Arlt en su aguafuerte “Silla en la vereda” que recomiendo leer, inevitablemente). Pienso que tal vez al Anselmo le hubiera venido bien un paisajearltiano sanfrancisqueño con sus veredas ya diseñadas para su fin: ver el acontecer del mundo desde la vereda o lo que ahora sería scrollear en una red social. El banco y los sillones de veredas como plataformas de redes sociales, como objetos de intercambio, de soledades y reuniones, pero totalmente fuera de la virtualidad.
Pelopincho
por Franco Rosso
miercoles 22 de enero de 2025
Hay muchas crónicas sobre La Pelopincho. Creo que si hago una consulta popular el 98% de los argentinos tuvo o se metió alguna vez en una Pelopincho. Argentina, santafesina y acuariana. La pileta de lona nació con nosotros los que nacimos en los setenta. Podría irme en elogios hacia la pile del pueblo, pero nada podría decirque no supiéramos y sería redundar. Antes la pileta de lona era un sinónimo de algún estatus, luego, en pocos años pasó a ser una marca de popularidad. Se llama así por el personaje del uruguayo Fola que salía en el Billiken poraquél entonces (le decíamos “el” aunque fuera “una revista”). Siesta, pileta, limonada o tereré, cerveza tal vez algunos más grandes la forma del verano en una lona. Hasta acá todo es muy romántico con la pile, todo es muy nostálgico y añorado, todo hermoso, pero te das cuenta de vos también tenes la edad de la Pelopincho y de que al que le toca armarla es a vos. Todos los diciembre. No hay otro en la casa que pueda o sepa hacerlo y sos vos y el manojo de caños, vos y la lona pegada del año anterior porque le pusiste poco talco Polyana, sos vos y los tornillitos de los esquineros, sos vos y el tapón improvisado de corcho o de sidra porque se perdió el del año pasado, sos vos y el caño picado que hay que reemplazar: sos vos y Cachirula, tu perra, que se te caga de risa un año más porque te tocó otra vez armarla. Ahí se termina el romanticismo de la Pelopincho. Es imprescindible que esté armada para cuando terminen las clases los chicos o antes. Es el 21 de diciembre de los que no tienen otro posible verano. Tiene que estar, aunque también suceda que nadie absolutamente nadie meta una pata en los tres meses de calor. Pero es una obligación y un símbolo que esté allí. La gente va confeccionando símbolos como marcas o posiciones ante la vida: armar el arbolito, desarmarlo, armar laPelopincho, desarmarla. Son los rastri o tetris que jugamos para sobrellevar la vida. Armar la Pelopinchosupone un tiempo que no es tanto, pero si su chequeo previo: los caños, la lona, los plastiquitos para encastrar, las manchas de humedad, etc. Sacarla del garaje o de la piecita de los cachivaches, cosa que nunca está a mano, siempre allá al fondo en una bolsa de consorcio o cajadesvencijada que seguro la bajas y se te caen un par de caños en la cabeza. Después poner la lona o conseguir arena para meter en el fondo, limpiar la zona de cascotitoso cositas que la puedan pinchar, y por último llenarla. Así arranca el ritual. Año tras año, verano a verano. No voy a hablar acá del mantenimiento diario y del desarmado y limpieza para que vuelva a la piecita, porque ya me agota de solo pensarlo. Debe ser lo peor de marzo: arrancar las clases y desarmar la pileta.
Escribo esto en la computadora me miro las manos y me doy cuenta de que me salieron unas canas en los vellos en los brazos. Escribo esto y me doy cuenta de quetampoco les voy a contar sobre todo lo que sucede en una Pelopincho, sobre las millones de historias dentro y fuera de una Pelopincho. Podría obligarme a tirar la primera piedra y recordar un año nuevo en casa de la Grace, con Germán y los chicos comiendo un asado trasnochado, un mediodía, con una mesita y las sillas dentro del agua. Pero les dejo la parte de la anécdota recordable a ustedes, la que queda grabada y que incluye a ese objeto totalmente argentino, santafesino y acuariano. Imagínense, también,por un momento haber nacido en otro país, sin Pelopinchoy con cuarenta grados a la sombra.
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Duendes
Por Franco Rosso
miercoles 15 de enero de 2025
Estas cosas, por más que uno diga que le pasan solo a uno, estoy seguro de que debe ser común a todos, aunque alguno se distraiga y diga jure que no. Pero nadie pasa por esta vida sin los descuidos necesarios como para no aburrirse. Sobre todo, en verano que uno tiende a distender y relajar todo lo posible. El calor, por una cuestión física, dilata, estira, laxa las cosas objetos y también las ideas. Todo es más largo, hasta los días mismos. En esos descuidos, en estos días interminables que salen mal las cosas y que encima el calor es un elemento de presión para que así sean, y como si lidiar con todo no fuera demasiado: volvieron los duendes.
Dimos vuelta toda la cristalería: las tazas de la alacena, el juego de tacitas de té chino, los vasos finos que dejó en herencia la tía Ñata y que no usamos nunca para no romperlos, el vasito donde ponemos los cepillos de dientes, los floreros de murano del living, también, los vasos diarios. Todo, todo, todo. El primero que di vuelta fue el vaso de la suerte que tengo para eso. Hace desde el viernes que venimos transpirando, culo para arriba con los vasos y nada. Yo soy consciente que son vasos los que hay que dar vuelta, pero dimos vuelta todo recipiente como para darle más fuerza a la cuestión. Mirá que revolvimosla casa, el patio, la galería. No hay forma: perdimos la llave de la puerta del patio. Y, por supuesto, como siempre, nadie fue nadie la agarró nadie cerró por última vez. Después una es la loca, pero cuando dice que no cambien de lugar las cosas que no toquen que no tiren. No hacen caso.
Decía que volvieron los duendes porque, según la Liliana, volvió a insistir de que en la casa hay duendes para todo: duendes para lavar los platos, duendes que tienden la cama, duendes que te esconden cosas, duendes silbadores, duendes que te recuerdan cosas, duendes del buen y mal humor. La Estela cree en todas esas cosas. Le prende sahumerios y bombas de humos y nosecuánto y nos cuenta que cuando quiere encontrar algo urgente les deja trocitos de chocolate en la punta de la mesita del televisor, porque dice que a esos duendes les gusta el chocolate. Dejamos chocolate. Del bueno y hasta con maní, pero no. La llave no la encontramos. A los duendes tampoco los vimos. En esta casa no hay duendes o, si hay,son de los desagradecidos y dañinos. Porque no es que descrea de ellos, pero les pido señales y no responden. Dejo los platos sucios y siguen ahí dos o tres días, las camas sin tender y nada. La llave desapareció igual. O sea, esta casa tiene duendes vagos o duendes adolescentes, andá a saber. Igual los chocolates, derretidos y pegoteados por el calor, desaparecieron y eso creo que no fueron los duendes quienes se lo comieron. La liliana insiste con duendes de acá, de allá, que capaz les dejas poco chocolate, que tal vez son tus ondas negativas y no sé cuanta fumarola me enrosca para justificar la vagancia de sus defendidos.
Yo creo que todos nos hacemos de deidades para justificar nuestros olvidos y desaciertos, eso no lo juzgo, pero tal vez nuestros amuletos personales no funcionencon los demás y viceversa. Yo también tengo talismanes para cada cosa y un manual de suertes que confeccioné para dejar por sentado que no todo es cuestión de azar, sino que las cosas suceden por esos gestos ahora llamados T.O.C. Pero, tal vez, como a la Liliana le funcionan sus duendes del hogar a los demás les importe poco mi manual. Por eso, confío más en los vasos culo para arriba. Y sobre todo en el de la suerte, uno petisito vinero que no falla, es cuestión de tiempo nomás. Y me pregunto siempre: ¿Los duendes de las cosas también manejarán el calor? ¿habrá duende del frío que nos esconde las medias de lana y duende del calor que nos deja las cubeteras vacías en el congelador? ¿Manejarán el color de los lobos marinos marplatenses y virgencitas que nos indican si lloverá? La Liliana asegura que los hay, que todo lo manejan. Yo dudo, hasta que no encuentre la llave, seguiré creyendo en mi duende que me dice que la Liliana se crea duendes para sobrevivir.
Radio
Por Franco Rosso
Miercoles 8 de enero de 2025
En otros años, los veranos nos dormíamos escuchando la radio. Era un hábito entre la adolescencia de los ochentas y noventas. Dormir con una voz que en vez de acunarte te desvelara. Pero la escucha era siempre a la espera de que sucedieran cosas, como es hoy acostarse y mirar las redes. También era para poder escuchar la canción favorita, a la que no se llegaba de otra manera másque comprando el cassette o el disco de esa bandapreferida, que te dedicara un tema algún amigo, amiga o ella o él. O, al contrario, vos llamabas por el fijo y le dedicabas un tema a esa persona. En la radio sucedían cosas. Magia de aire. Era la red social más cercana que tenías. Ahí la comunicación era del teléfono fijo o por carta, papelito o mensaje que llevabas personalmente a la FM. Hubo programas top, iconos que marcaron una generación. Cada pueblo o ciudad tenía el suyo. Nosotrosen Tostado tuvimos algunos de esos programasy me debo a nombrarlos: La Antisiesta, con el Flaco Goñi en los 80, Tocados con el Fer Robledo y Ariel Nitri a principios de los 90, y luego a finales de la década The Hotter Compilation con Guille Contreras y otros que no recuerdo los nombres. La radio era una cita esperada. La radio era el WhatsApp tardío que nos agrupaba en compañía, que nos sorprendía una voz al decir tu nombre, y que además esa misma voz lo asociara a esa canción que esperabas o al nombre de ella o el, a un rostro, a un cuerpo, a un alguien conocido. No sé si todavía se acostumbra a eso, a esperar que la voz sin rostro nos nombre. A la espera de un encuentro con todos y con nadie. Todo sucedía allí: sin imágenes que nos moldearan la imaginación, solo palabras, música.
Hoy existen los Stream. Con un lenguaje ultra colonizado en el que si no estás a la altura te perdés la mitad de lo que sucede. Es una mezcla de radio y tv que se transmite por redes sociales, plataformas digitales, etc. Es algo así como una radio televisada o lo que bien hace un tiempo El Negro Dolina hacía con La venganza será terrible en un teatro, llevando su programa de radio y transmitiéndolo en vivo. Creo que ésto en determinado momento de la historia también mutará, se llenaran las redes de mucha basura (están al borde, como sucedió con la tv por cable, la que hoy, desde cierto rango de edad para abajo, ya no mira y hasta les resulta demodé y extremadamente lenta y aburrida. No consumo mucho el stream, o los streamers y por lo tanto no se como funciona su lógica. He visto un par, sobre todo de humor, pero nunca me detuve en terminar un programa completo. También desconozco como transcurren las noches de verano entre los noctámbulos, quizás sean mejores que la lógica de la radio, y tengan su encanto, su valor de otro modo, pero de lo que estoy seguro es que ya no guardan la capacidad de sorpresa, el don de lo impredecible y de lo que ha quedado poco y nada en registros, más que en la memoria colectiva de los usuarios de época.
El 31
domingo 5 de enero de 2025
por Franco Rosso
Cuando la abuela se va, se desarma la fiesta. Esto que parece una frase hecha de cualquier charla de vecino, en la realidad es algo que sucede casi sin darnos cuenta.Como sucede con una colonia de hormigas cuando la reina ya no está el hormiguero se desarma. En las tribus de nativos, el anciano o anciana es portador de la sabiduría y del poder de concentrar a todos los integrantes. El viejo(por lo general es hombre) conoce la historia del grupo y puede repetirla una y otra vez, en especial en los saludos rituales, con una larga profundidad histórica, ya que alcanza a recordar entre quince y veinte generaciones que cubren varios centenares de años. Y esa sabiduría se transmite, no por imposición, sino por su propio peso, por repitencia. Luego otro será el viejo o vieja de la tribu, el que sepa. Nosotros teníamos nuestro 31 en casa de la abuelos en Hersilia, con mis primos y tíos, una tradición que cambió. La abuela, la vieja de la tribu no se nos fue (la Mema Olga tiene 90 pirulos), sigue intacta, pero ya no está para andar organizando fiestas en su casa, tampoco vive más en Hersilia y entonces tomaron la posta otros y todo eso conocido se desarma allí, y se ramifica. Hace un tiempo atrás, en la primera década de los dos mil esperábamos el año nuevo en Esperanza en casa de la Nona de Romina. Ahora los 31 los pasamos en Humboldt, porque, como dije al comienzo, se fue la nona, la vieja de la tribu (Gertrudis llegó a los 100!) y también se desarmó lo de Esperanza.
En Humboldt, los 31 hay una costumbre extraña: hay carnaval anticipado. Digo extraña porque no lo vi en ninguna otra parte del mundo, no digo que no exista, pero al menos es raro. Humboldt tiene la particularidad de tener una plaza redonda y por lo tanto una rotonda que la circunda. Ahí, una vez que uno brinda en familia o con amigos, se concentra la fiesta y es el escenario de este carnaval anticipado. No importa el clima, pero si no llueve y hace calor, todo es mejor. Durante esa tarde del 31 todo el mundo se la pasa inflando bombuchas, comprando pomos de espuma, llenando fuentones de agua, lanzadores,etc. Preparando el arsenal para la madrugada. No solamente es agua, sino que también hay disfraces y vehículos como carrozas ornamentados con luces, guirnaldas, etc. Las chatas de las camionetas se abarrotande gente, camioncitos preparados para la batalla de agua. Están los que circulan por el bulevar hasta la rotonda y los que dan vueltas en círculos y son blanco perfecto de los que atacan desde la costa. Claro que a esta fiesta uno debe ir dispuesto a volver empapado y aplicar la frase publicitaria el que se moja no se enoja, aunque realmente nadie se enoja. Todo este carnaval desemboca, con la madrugada ya entrada, en una gran fiesta en las calles que rodean esa plaza redonda. Llega la música que sale improvisada de algún vehículo, llegan las conservadoras con bebidas, el trago compartido, algún que otro pan dulce, grupos de pibes y pibas bailando en ronda, yendo y viniendo, gente que se acerca de pueblos y ciudades vecinas y son bienvenidos, y todo, de allí en más, fluyehasta que el primer sol del primero les diga hasta aquí (o no).
La fiesta es popular, no hay edades restrictivas, no haytique de entrada, no hay venta de nada, todo es a la canasta, todo es un pacto ad hoc, así: como nacen las fiestas populares que guardan la belleza de lo espontaneoy lo sucede, de lo que nace sin ninguna pretensión y mantiene la esencia de lo colectivo, de lo tribal, en lo que no se impone, sino que se transmite por generacionescomo se transmite lo que necesita conservarse.
Ritual
Por Franco Rosso
Miércoles 18 de diciembre de 2024
Con diciembre también se activan algunos rituales. El ritual de asar, por ejemplo, y lo que eso supone. Diciembre carga con el peso de ser un mes de desahogo, el Benjamín del calendario, el más corto, pero el más vertiginoso. Pero los rituales, a diferencia de diciembre, requieren de paciencias, de tratar de contrarrestar el efecto fin de año, de eso se trata: de frenar, de ritualizar.
Llegué de Marina con todos los menesteres para arrancar un fuego tempranero. Marina ya tenía listo el asador y me había puesto a disposición lo que necesitara para arrancar. La leña también la traje conmigo, Juan me había recomendado quemar un pedazo de quebrachito colorado para que le de sabor al lechón y me cargó un retazo que le había sobrado. Santiago, después de refrescarse con un chapuzón, activó como fogonero y ladero. Siempre hay que tener un ladero en la parrilla, el que no te deja vaciar ni calentar el vaso, eso es fundamental.
Aún de día, con los últimos reflejos de la tarde, arrancamos el fueguito. La gata blanca y la parda, más arisca ella, se paseaban por el patio sin darnos tanta cabida en sus andares. Las palomas hacían retumbar los aletazos desde el edificio vecino que da a los fondos. Mientras, Marina cortaba Agapantos del jardín y los colocaba en los floreros sobre el tablón dispuesto en el patio de piso de baldosas. Los agapantos, como grandes panaderitos de soplar, le daban el toque al ambiente sobre la mantelería verde. Las reposeras de tirita desplegadas no demoraron en soportarnos una vez que el fuego ya marchaba. El sábado venía con grandes promesas de ser una tarde noche de esas que se estilan en vísperas de las fiestas: el calor justo, la brisa justa y sin insectos alrededor que te corran el foco de atención y te desvíen la charla. Marina, en la cocina, confeccionaba unas brochetas de verduras. Marina también es asadora, pero decidieron dejarme los honores esta vuelta, los que acepté con ganas, claro. Allí fue que, desde el sur, o desde la nada misma, apareció un nubarrón cubriendo la parte de cielo que nos tocaba. Negro, prometedor de agua. La ráfaga que lo precedió nos tiró el ánimo por el piso. El ventarrón arrasó con los agapantos y la mantelería. Marina corrió desde la cocina a salvar los ornamentos y Santiago atrapaba cosas que el viento desparramaba. No podía ser, no había pronóstico. Sin embargo, era. Cuando hay asador también debe haber ciertos rituales de campo o aprendidos de la ruralidad que uno dice traer o tal vez por pura ficción, cree tenerlos (ojo, la ficción no es mentira!). Cortar la tormenta es uno de esos rituales. A cuchillo de hierro negro en la tierra y cruz de sal. Santiago trajo la sal gruesa con la que había salado las carnes y el lechón. Hicimos la cruz de sal en la tierra y le clavamos el verijero de hierro negro justo en el medio. Todo ritual se hace con cierta fe y esperanza de que funcione y ahora pareció haber funcionado. Los nubarrones continuaron hacia el noroeste y el viento fue calmando a los poco minutos. Festejamos el ritual, todo volvía a la espectacularidad de la nochecita. El fuego fue consumiendo troncos de leña y carbón y los asadores, obviamente, lo que caía en el vaso. Los demás fueron llegando: Gustavo y lucrecia, Matias, Gabi, Juan, Marian, Mauro y más tarde se sumó Vanina. Esta ciudad tiene la particularidad de que es una ciudad Crisol, tomando todas las acepciones de la palabra, aunque no sea turística, ni fuertemente universitaria, pero es aglutinadora sin dudas. Tal vez es por eso fue por lo que se formó con el tiempo y no se fundó, no tuvo ancla más que simbólica. Los allí en ritual son ejemplo de ésto formado: corren gentilicios de Casilda, Tostado, Moises, Santa Clara, Rafaela. Una muestra más que representativa. Todos a la mesa de una noche de verano, como un óleo de Van Gogh, con la circularidad de una luna influyendo en algún signo y alumbrándonos en la calma devuelta con el ritual de sal. Fuimos óleo en esa circularidad de Van Gogh, y fuimos trazo firme de un Pettoruti y la guitarra y las voces, el cigarrillo, los postres y las sidras hicieron de todo aquel ritual un óleo cotidiano de este encuentro, en estas pampas.
Despedidas
por Franco Rosso
Miercoles 11 de diciembre de 2024
A la vuelta de casa vivía la Coca. La Coca cortaba las tormentas, ella era la encargada todos los años para las fechas entre navidad y año nuevo de eso: cortar la tormenta. Con lluvia no había despedida de la cuadra y era lo que esperábamos con los changos para que no se nos hiciera largo el tiro hasta año nuevo. Don Aníbal se encargaba de pedirle de favor que lo hiciera. Los de enfrente enfriaban la bebida que cada vecino le alcanzaba en el transcurso del día. El método tradicional de hielo, sal y agua en tambores de doscientos litros cortados al medio. Las sillas se las llevaba cada vecino y para la mesa central se ponían caballetes y tablones que el club Del 9 nos prestaba. Un fuego para los chorizos, al costado de la cuneta, sobre la entrada de Don Tarella seguido de cerca por Don Ferreyra. Del postre, una ensalada de frutas de dimensiones extraordinarias hecha en fuentones para lavar la ropa, se encargaban mi vecina de la izquierda y las chicas de la verdulería de la esquina. La música la ponía el Juanchi, desde su vereda, con unas bocinas de propaladora que tenía Don Miguel y un doble casetera que cuidaba como oro. Nosotros, todos los changos de la cuadra, ese día estábamos a disposición de la organización para cualquier mandado, ya sin clases, así que no había excusas. Tipo ocho pasaba el regador a aplacar la tierra y ni bien secaba, como a los diez minutos, Los tres vecinos que tenían vehículos los cruzaban en las esquinas para cortar el tránsito de la calle. Todo se armaba en torno al único foco que cruzaba la Santo Domingo, justo a mitad de la cuadra. Para compensar la iluminación todos dejábamos las luces del frente prendidas y el Hector ponía un reflector que enchufaba en la casa de los Moreno.
Las despedidas de cuadra se estiraban hasta la luz del otro día. Chamamé, cumbia, baile, elección de rey y reina de la cuadra, charlas, cartas y hasta en algunos años se sorteó una damajuana de vino y un chivo donados. Se brindaba fuerte, se deseaba que todo fuera mejor. Esos deseos que duraban todo un año y se renovaban en el próximo, como algo que nunca acababa y que forma parte de esa cadena del sentido para levantarse al otro día. La noche también traía a ese otro día continuado. Terminaban siempre los mismos con el sol y la guitarra tratando de afinar algo que ya no tenía sentido probar a esa hora. El flaco Lagarto encabezaba ese grupo de elegidos entre los últimos. Los demás de a poco se fueron yendo. Cuando lo hacían le recomendaban a los últimos no olvidarse nada, de entrar todo lo que quedara por ahí, aunque no fuera de uno, para al otro día correr la voz de que estaba extraviado. Siempre se mezclaban los cubiertos. La mayoría estaban marcados con cortecitos en la madera de los cabos o en el mejor de los casos una marquita con pintura de uñas. Lo mismo en el culo de los vasos de acero y debajo de los platos. Dos iniciales era suficiente.
No sé por qué nos empeñamos en despedir cosas, años, cuadras, fines de ciclos, cursos, etc. Tal vez son excusas para renovar una esperanza en algo. Tal vez despedimos cosas por ritual, por costumbre, porque sí. No sé. Las despedidas no son melancólicas ni tristes, por el contrario: son alegres felices de festejar lo que hay, lo que se tiene, lo poco o mucho logrado. Festejar una despedida rejuvenece, crea impulso, monta un escenario idílico por un momento, que luego persiste. Lo triste, lo inevitablemente triste, siempre viene con el después.
Por Franco Rosso
Este texto, fue publicado en zona liberada, ediciones UnRaf, Rafaela 2020.
miercoles 4 de diciembre de 2024.
Bañarnos rápido, porque son las seis de la tarde y debíamos estar tipo ocho. Peinarnos prolijos y perfumarnos los tres con el Pibes. No me importa que se gaste, seguro tendría uno nuevo en mi cumpleaños siguiente. Todo es clima de fiesta en casa. Esperar la navidad y el año nuevo es una fiesta. Esperarlos en casa de la Pitu no se compara con nada. Siete y treinta, ocho, más tardar, salimos caminando hacia allá. La Pitu es mi abuela, ella tiene un nombre de nena como una compañera de grado mía, no tiene nombre de abuela, se llama Marina. Le dicen Pitu. Ella es mi primera superhéroe. La primerísima de los tres que tengo.
Salimos los cinco caminando despacito, para no transpirar por los cuarenta y cinco grados que hizo hoy a la siesta. Al calor lo soportamos mucho más cuando es veinticuatro de diciembre. Con todos los preparativos y la ansiedad, pasa a un segundo plano. Mami va rogando que en esas dos o tres cuadras del Fonavi, que son de tierra, no pase a toda velocidad algún auto apurado y nos tape. El regador todavía no había aplacado los guadales. El del camión regador es el segundo de mis superhéroes. A éste lo comparto con los chicos de la cuadra. Es bienvenido al barrio. Papi, para estas fechas, le da una sidra fresca cuando pasa y, a veces, se quedan charlando un ratito y nos prende la lluvia. Es un juego que esperamos en las tardecitas. Sentir la adrenalina de verlo doblar en la esquina para meternos en esa lluvia, aunque sea por unos segundos. Y el juego es doble porque, después que se va, queda el barro. El regador pasa, y como dije, es nuestro héroe, pero se ve que aún por el sol y el calor, y como es veinticuatro, todavía no pasó.
Vamos llegando a la 6 de caballería. Mami camina con la canasta de mimbre trenzada que lleva con la sidra, algún pan dulce, garrapiñadas y confites y cubiertos también, porque la Pitu dice que nunca le alcanzan los que tiene. Mami estaba en estos detalles, mami está en muchos detalles. Algunos se le escapan, claro, lógico. Papi lleva de la mano a mi hermano menor para que no se cruce la calle solo o se tropiece con las veredas rotas. Papi me explicó que las veredas se rompen por el calor. Que explotan de tanto sol que reciben sobre todo a la siesta, y que por eso están tan rotas, no es que nadie las arregla, es que los arreglos no duran.
Yo esperaba verlo ahí. Ese árbol alto, como si fuera un gigante que cuida y abriga a todo el pueblo. Que él estuviera allí era sinónimo de fin de grado, de vacaciones en la pileta del 9, de las limonadas de la Ofelia, del juntaros con los chicos de la cuadra hasta la nochecita sentados en la cuneta charlando, de que Papi nos llevara al bar de Alonso a comer carlito y ver el esqueleto de la pecera como se levanta con cada burbuja, del helado de crema del cielo de La Tropical. Sí, que él estuviera allí era el comienzo del disfrute mismo. Rogaba que él cumpliera su promesa de todos los años y que volviera a estar, lo demás no importaba.
Ahora seguimos caminando por independencia. Ya pasamos el cuartel de bomberos, el Instituto, la casita de la seño Lilián. Se ve algún que otro reflejo amarillo, rojo…ahora azul. Anochece. Dos o tres motos con chicos en cueros y mallas de colores flúo pasan rápido como volviendo de la pileta de la Villa del CAT. Un Duna rojo, con un cassette de Soda Stereo al volumen que da, a todo lo que da. Llegamos a la esquina del supermercado y levanto la vista para asegurarme de que me espera allí. La Pitu, seguro ya impaciente, debe estar con la mesa navideña lista. Mis primas, mis tíos, con las bromas y los humores de siempre, seguro ya estarían ahí.
Cruzamos la avenida Rivadavia con el apuro de llegar. Tres pumpunchinos en la mano, con el aserrín pegoteándose en mis dedos. Ya estamos todos transpirados porque es imposible no estarlo. Ahora necesitaría a mi superhéroe que nos alivie, pero a Mami no creo que le guste mucho, no es su superhéroe, es solo mío y de los chicos de la cuadra. El árbol de la estación también es mi superhéroe. No importa que no sea humano, Superman tampoco lo era. Cada uno puede tener el superhéroe que quiera y yo tenía tres: La Pitu, El regador y el Árbol de la estación de servicio.
Estamos pasando frente a la clínica del Negro, como le dice mi papá al doctor, y lo veo. Ahí está. Y aquellos resplandores de las cuadras anteriores dejan de ser un anuncio para ser una realidad. Mis ojos llenos de luces. Aparece todo rebalsado de focos. Estaba. Sí, estaba. Los superhéroes no fallan, seguro el regador estaría pasando ahora por la cuadra y alguien le daría una sidra fresca.
La Pitu me recibe con su voz finita, un abrazo largo, un beso y sus carcajadas, su eterno buen humor. El arbolito del techo de la estación parpadea, me hace un guiño con sus focos azules y me dice que va a ser una noche buena.
Por Franco Rosso
Miercoles 27 de noviembre de 2024
En estos días de lluvia volví a ver sapos. En mi barrio no hay cunetas, pero sí hay unas lagunas a un par de cuadras de casa. Tal vez por eso aparecieron sapos en las calles de mi barrio. Hacía mucho tiempo que no habitaban sapos y ranas en los charcos. Hace varios años, en una de las inundaciones que pasamos en Tostado las cunetas se habían poblado de sapos. Se aferraban a los bordes con sus manitas observándolo todo. Expectantes para el lengüetazo al mosquito o bicho desprevenido. Eran escuerzos, más que nada. De lomo a rayas o manchas oscuras, muy llamativos sus cueros. El imaginario del buen niño malvado nos aseguraba que cuando uno decía la palabra escuerzo refería a un sapo grandote, verrugoso, de lengua larguísima, pero, por el contrario, el sapo escuerzo es un sapo chiquito y jetón. Tiene una mandíbula super ancha y una lengua así también. Le teníamos miedo a los escuerzos, porque también el mito del niño hereje era que, si te mordía uno, no te soltaba hasta que lo matabas y se desprendía. Eso nos generaba el terror: el escuerzo prendido a un dedo.
Los sapos que aparecieron estos días no son escuerzos, ni sapos grandotes, son los sapos normales, verdes verrugosos, pero de tamaño chico o mediano en su defecto.
En las lagunas del barrio también hay huevos rosa. ¿No son hermosos los huevos rosa amarrados a un junco? Pero, esos huevos no son de sapos ni de ranas. Son de caracoles. Otra especie que completa el cuadro húmedo: Las babosas y los caracoles. La lluvia arma su propio cuadro, su propio estilo de vida, sus costumbres, su fauna y su flora, muy distinta a un día cualquiera.
Hay varias cosas que traen las lluvias o que, tal vez, traían en otro tiempo: Jugar bajo la lluvia en el barro. Considerado un deporte nacional de infancia. Los que nacimos en calle de tierra lo sabemos muy bien, pero parece que ahora ya no se juega bajo la lluvia. El miedo le ha ganado a la aventura. El triángulo amarillo en el móvil diciéndonos que el mundo se vendrá abajo, que te metas en el refugio nuclear, aunque solo suceda un trueno cada tanto y agua cayendo en gotas.
Y la tercera cosa que se perdió de la lluvia: son las botas de goma. Yo tenía unas Pampero color naranja o amarillo huevo con la suela azul. Tal vez las heredé (no creo que las haya comprado la Liliana). Era obligatorio usarlas en los temporales de lluvia. Si mojaba las zapas no se secaban en toda la semana y no había dos pares para alternar y usar botas de goma sin lluvia y con sol tremendo era poco cool.
Botas de goma, jugar en la lluvia, sapos. Un resumen de un temporal húmedo de lluvia. ¿Fuimos nosotros los culpables de esas desapariciones?
Por Franco Rosso
miercoles 20 de noviembre de 2024
Hay objetos tirados por todo el piso de la casa. Objetos que fueron cayendo y allí quedaron ocupando un nuevo lugar formando barricadas para esquivar al pasar del living a la cocina, de la cocina a la galería y de allí al patio. Los pisos de las habitaciones son las que más objetos tienen. Trenes, muñecas, un ventilador que quedara sin uso desde el verano pasado, tapitas, bichitos, cositas. Nombrar a todos los objetos sería imposible. Los objetos solo caen y allí quedan. No es que alguien los tire, solo caen. Esto no quiere decir que ya no veamos el piso, sino que fuimos formando caminos, senderos entre los objetos para poder movilizarnos. Algunos se volvieron más retorcidos que otros. Unos cortos, otros más largos, algunos que no llegaban a ningún lado. Intentamos crear algunas reglas de tránsito para ordenarnos en el andar, pero sin éxito. Tenemos que elegir entre dos o tres opciones que hay para ir desde la cama hasta la cocina y preparar el mate a la mañana. Ayer, por ejemplo, agarré por uno de los caminos más largos que haya tomado hasta el momento. Me levanté cerca de las ocho y media de la mañana y llegué a la cocina cerca de las once menos veinte. Ni bien puse un pie en el piso me topé con un par de medias y al siguiente paso, luego de esquivarlas, tuve que zigzaguear entre un camioncito Duravit rojo y una mochila escolar en desuso. Luego vinieron un par de macetas de cactus y suculentas y un secarropa. Digo vinieron, pero ya estaban ahí, el que se movía era yo. Pasé por la izquierda de una remera con el logo de los Stones que la creí perdida hace rato. A veces no es tarea fácil decidir por donde esquivar los objetos. Creemos que tomamos la decisión correcta, ya sea a la izquierda, o a la derecha, pero topamos con otro, y otro y otro más grande y complicado de esquivar. Hay que pensar bien los caminos a elegir o dejarlo todo a la suerte, depende el estado de ánimo del momento. Por lo general a eso lo hacemos de noche. Nos sentamos todos en la cama, cada uno hace un croquis por donde estuvo durante el día, los caminos que recorrió y trazamos posibles trayectos para afrontar el día siguiente. Igual, se complica porque no tenemos un mapeo exacto de la casa, lo vamos construyendo cada noche, pero los objetos parecen moverse de lugar al final del día y no nos queda más que ir improvisando.
Nadie junta los objetos caídos. Caen y quedan allí, como chauchas de algarroba, y se van acumulando. Quedan, solo quedan. No es un laberinto, no podría decir que lo es. Los laberintos intuyen que los habitantes logren una salida. Una victoria como escape. Son tramposos, pero con una ética al final de sus recovecos. Aquí nadie busca una salida de la casa, no hay un camino que nos salve y tampoco perseguimos una salvación. Habitamos este confinamiento de la manera más práctica que se nos ha dado. Nadie, ninguno de nosotros nos animamos a alterar este caos, perfectamente ordenado, que fueron formando los objetos, y que tiene vida propia.
Esta mañana traté de mover una sillita de muñecas que no me permitía una decisión fácil entre dos caminos. Uno se distinguía ancho, como camino viejo, de comienzos, intransitado, pero con sus paredes frágiles, como si en algún momento una montaña de cosas se me vendría encima. El otro era más angosto pero cada tanto un objeto lo bloqueaba. Quise manotear la sillita y tomar alguno de los dos, pero apenas me agaché y estiré la mano para tomarla, una puntada en la espalda casi me deja duro en esa posición: encorvado. No puedo ir contra eso. Nuestros cuerpos se adaptaron a las formas de los pasillos y cada vez que queremos modificar las estructuras ellos conspiran contra otro posible orden de las cosas. No podemos alterar los objetos caídos, ellos solo se mueven a gusto. No podemos hacer nada más que elegir nuestras propias vías de contacto entre las habitaciones.
Muchos de los senderos entre los objetos no son anchos. Al comienzo sí lo eran porque había pocos cachivaches en el piso, pero con el paso de los días se hizo imposible la doble mano y pintamos flechas en el piso para no chocarnos o encontrarnos de frente y tener que tomar decisiones trágicas. No cabemos dos personas en ellos, siempre es de a uno que debemos transitarlos. Hay caminos que van y otros que vienen. Tomar un camino a contramano sería fatal y confuso. Nunca pasó, pero podríamos estar horas decidiendo quien sigue y quien regresa. Y eso, para el que le toca ceder, sería casi un día de avance perdido.
Los objetos al principio solo forraban el piso de la casa. Ahora se ven columnas de cosas que se fueron apilando. Pilas de objetos que cayeron en el mismo lugar que otros. Hay zonas destinadas para el contacto con el afuera. Hay sectores libres de objetos para tal fin. Cada integrante de la casa tiene el suyo, en donde queda a la visión de la cámara un lugar de armonía circundante que nos posibilita transmitir una falsa calma. Libre de objetos en el piso y de columnas o montañas. Tampoco es fácil llegar hasta estos bunkers personales. Las reuniones con el afuera, todo contacto con parientes, alumnos, maestros, amigos, etc., debe planificarse con una cierta anticipación que nos permita estar dispuestos para el horario previsto.
La última vez que llegué hasta la puerta de calle fue hace casi un mes. Me había tocado atender un delivery que nos traía una pizza. Esa también fue la última vez que logramos juntarnos a la mesa en el bunker central, a cenar. Nos tomó dos días hacerlo. Comimos la pizza fría por temor a ir hasta el microondas y no regresar a tiempo o directamente no regresar. No voy a seguir dando ejemplos de nuestra vida privada. Nos vamos a reservar ciertas cuestiones, como la higiene y el cuidado personal, pero ya ven, todo comenzó a funcionar así: en este perfecto nuevo orden. No sé si alguna vez la casa volverá a no tener objetos en el piso. Nadie sabe si seremos capaces de volver a otra circulación posible entre las habitaciones, más que esquivando cosas. No sé si alguno se animará a recolectarlos para un orden futuro, un lugar en los estantes. Tampoco sé si alguien de nosotros quiere este regreso, hace un tiempo que ya casi no nos hablamos.
Por Franco Rosso
(solo por esta vez) Sabado 16 de noviembre de 2024
Hace varias noches que no tengo más remedio que dedicarme a deambular por la casa intentando paliar la falta de sueño. No es que no tenga sueño, al contrario, se me cierran los ojos. El tema es que no duermo con tanto ruido, ruidito, crujido, cosita, silbidito y zumbido. Entonces deambulo. Hay otro dato que no dije: estoy en una casa nueva y eso, claro, tiene acostumbramientos que requieren de un tiempo. Acostumbrarse al ladrido de perros que se cuelan, silbidos del viento en las ventanas, chasquidos en los cielorrasos, crujes en los techos. El golpeteo de los cables sobre el zinc de las canaletas, cañerías, vecinos, lucecitas filtrándose entre las cortinas, en fin: todo hace ruido nuevo, distinto. Y yo no duermo. Esto viene de hace varias semanas, varios meses tal vez, no sé perdí la cuenta del tiempo.
Una de esas noches ideé un circuito nocturno y lo hice con algunas consignas que me propuse para darle algún sentido distinto y no solamente caminar. Comencé el recorrido por el living: a oscuras, sin linternas, vela o celular que alumbre. Me dejé llevar por las formas, los contornos, los olores de las cosas que me fueron dando, en esa oscuridad ruidosa, un mapa al tacto y a otros sentidos que no sea la vista. Así, la primer noche, recorrí toda la sala. Sucedió también que sin querer le pisé una patita a mi perra, que había hecho cucha entre una mesa ratona y la puerta que da al patio de luz. Gritó lamentándose, y ese chillido agudo me retumbó de una manera fenomenal. Ya estoy acostumbrado a ese llanto de mi perrita, pero cuando un sonido estrepitoso viene seguido de un silencio absoluto la cosa se hace más insoportable. La estridencia del absolutismo: su punto de convergencia y el después. Como un hueco. Ese cruce del todo a la nada es lo jodido, como cuando se produce un choque de aire frío con uno caliente: lo que se desata es lo terrible.
Continué el circuito por el comedor. Acaricié con la punta del dedo chiquito del pie la mesa de roble macizo. Esa caricia me bastó para alejarme de ahí. Ya conozco las caricias de las patas de una mesa: no son geishas del placer, ni el franeleo en el lomo de un masajista ruso: es, más bien, la puerta misma del infierno. Si uno está desvelado, seguro un dedo meñique en la pata de una mesa te deja estúpido por varios días. El comedor no me arrojó mucho más al tacto. Algún cuadro de foto familiar que me dejó pelusas en las yemas y que deshice con el frotar de los dedos. Un tintineo de llaves sobre el modular, una que otra campanita de bronce que moví apenas y el olor de un perchero antiguo de madera que me tiró la ubicación exacta de donde estaba parado. Releo y veo que omití decir, que más allá de la oscuridad reinante, mi caminata fue a ojos cerrados.
La cocina fue el punto de anclaje de esa expedición a lo no visto. A diferencia de las noches anteriores que deambulé por otros sectores de la casa, éste me resultó más llenador, diría. Di por finalizada mi excursión, que pareció de minutos pero fueron horas. Amanecía en las hendijas de la puerta ventana del patio. Florecían cuadritos de luz que se negativizaban en los párpados al cerrar los ojos, como el esqueleto de una fotografía analógica. Después de todo, creo que logré domesticar ciertos fantasmas. Descubrí sus quejas, sus risas y lamentos. Todas frases nuevas a las que uno se termina acostumbrando para exorcizarlas, para hacerlas parte de uno. Es un proceso de empatía para con lo desconocido, como aquellos boxeadores cautos que se estudian los tres primeros rounds para ver por donde ingresar el cross justo que aplique el knock out. El merodeo en el ring para conocerlo y no terminar en la lona. En este punto debí pactar ciertas dolencias de los sentidos. Amoldar los oídos, permear las retinas y conciliar el tacto con los objetos.
Acariciar fantasmas tiene sus beneficios. Uno los comienza a conocer desde pequeños, a veces hasta llega a domesticarlos y extrañarlos cuando está lejos. Como mascotas falderas. Los fantasmas de una casa son la cosa que uno más extraña cuando los tiene lejos. Los fantasmas de la almohada, el duende del colchón, el espíritu silbador de la ventana, el ánima del segundero del reloj, el alma en pena de las chimeneas extractoras. Toda una fauna hogareña a la que uno debe comenzar a querer. O por lo menos hacer los pactos precisos para evitar el hartazgo, pero no sin antes explorar. Con los sentidos puestos en cada rugosidad de sus sábanas. En cada aroma, sonido, pitido o luz filtrada que enceguezca.
Imprentas y Memorias
Por Franco Rosso
Miercoles 06 de noviembre de 2024
Todavía sostengo en la memoria el sonido de las imprentas del Heine y del Quino. Cuando un sonido es agradable se convierte en música y deja de ser ruido. Digo todavía porque lo vengo sosteniendo desde hace, tal vez, cuarenta años. Un sonido en loop qué repite, repite, repite pausado, pero interminablemente. Y una imagen que también vuelve junto a esa música. Una rueda. Algo que gira sin fin, en sincronía, como un engranaje aceitado. El olor al papel caliente y a las tutucas. El olor también es memoria. Es, en realidad, la carnada de la memoria. No hay pasado sin olor, sin imagen y sin sonido. Las tres dimensiones del recuerdo. Como ya no me queda mucha memoria, aunque en verdad nunca tuve mucha, hago back ups en canciones, en sonidos y le asocio recuerdos. Canciones, melodías y sonidos como pen drives de la memoria. Entonces al sonar cierta canción inmediatamente se asocia a ese recuerdo y así lo recupero. Pero ¿Por qué hablaba yo de la imprenta del Heine y del Quino? Ah, sí: por la memoria del sonido, ese escudo infranqueable.
A veces cuando el mundo truena, lo busco. Cuando el ruido del viento, o de la rotación de la tierra se hace insoportable elijo esa música y recuerdo. Me serena al sonar en mantra. Es una cosa así: como enfocar el punto de luz en la habitación oscura cuando el mareo de borrachera aflora. Es algo así: como el silencio visual de ver crecer el brote verde en el germinador.
Todavía me aferro a ese sonido herrado, de cuchillas, ruedas, correas a esa música constante que me alivia, como un latido de esas gráficas, o el de los caramelos, de los mapas o la tinta china. ¿Cómo se respira, todavía, sin un sonido que nos contenga?
Por Franco Rosso.
miércoles 30 de octubre de 2024
Anoche me traje de un sueño a "El Compañero". Lo vi salir y rasguñarme la espalda casi a la altura de la cintura. Habrán sido las cuatro de la mañana cuando esto pasó. Había una claridad, apenas tenue, que entraba por las rendijas horizontales de la persiana americana. Dormía boca abajo, con la cara de costado, y lo vi en el momento preciso en que salió del sueño y me rasguñó. Pegué un salto y se me puso la piel de gallina por un buen tiempo. No tenía ventilador en la habitación, a pesar del calor tremendo que hacía. Me tapé hasta la cabeza, las sábanas son la mejor armadura para la oscuridad que conozco desde niño. Tuve el mismo miedo que la primera vez que pesqué una anguilla. ¿Alguien se acuerda cuando sacó una anguilla por primera vez? Así.
Esta mañana cuando me levanté me puse a revisar toda la habitación y ni rastro, era obvio que no lo iba a encontrar. Lo único que sí encontré fue el sonido de la canilla de la ducha goteando, más allá, en el baño contiguo. Puede ser, me dije, pero hasta ese momento no sabía qué cosa era un “Compañero”, ni cuales eran sus costumbres. Después, durante la mañana estuve investigando un poco en internet:
El Compañero es una entidad con unas uñas afiladísimas, de estatura baja y con la cara como si estuviera llena de cicatrices. Algunos dicen que la tiene así porque se la daña cuando se rasca o se la toca. Cuando logra salir de un sueño se esconde entre los muebles de la habitación y no hay forma de encontrarlo más. Espera, deambula y busca agua para mojarse las heridas de la cara. A veces deja canillas abiertas del baño o lavaplatos. No sale de la casa ni vuelve al mismo sueño del que se escapó, sino que espera y se mete en el de algún otro integrante de la familia. Puede pasar largo tiempo sin volver a salir o que alguien lo saque del sueño (que es algo muy infrecuente) y es muy raro que lo haga en el mismo lugar en donde ya estuvo.
Desconozco por que le llaman "El Compañero", pero cuando llega me siento como si estaría con mi abuelo, mis hermanos y mi primo, en una cuneta repleta de barro, sacando del agua marrón esa víbora resbaladiza, amarillenta, retorciéndose y que esa primera vez se repite una, dos, tres, mil veces.
Caracoles
Por Franco Rosso
miercoles 23 de octubre de 2024
Yo los quiero a los caracoles. Los llamo babosas burguesas porque tienen casa rodante propia. Las babosas son una especie de caracol lumpen, border. Me simpatizan menos, pero porque tampoco tienen esos ojos antenas que le dan la gracia al bichito. Todo bicho con antena es gracioso. Menos los comepiojos, esos me dan miedo. Tienen movimientos humanos. Me dan miedo. Pero los caracoles no. Solíamos tener dos de los blancos grandotes. Andaban en el cantero en donde ahora está la menta, la caléndula y unas achiras. Se veían poco porque encima que tenían casa se acovachaban en la tierra y no había forma de encontrarlos. Pero cuando salían a pasear en el otoño, sobre todo, eran imponentes, hermosos. Hace rato que no los veo, es más, creo que este año no los he visto todavía. Ya irán a aparecer. Los que si aparecieron son los marroncitos, los redonditos. Mi abuela Pitu tenía el patio chiquito de su casa forrado de tacos de reina. Estos caracoles redonditos solían pegarse con una baba atrás de las hojas de los tacos de reina. También tenía un cantero lleno de lenguas de vaca. Ahí también crecían caracoles pegados a esas fustas verdes.
Pero bueno el fin de esto es que quería contar, y preguntar, una cosa. En el fondo de casa creció un zapallo guacho, como varios zapallos que conozco y también son guachos. Pocas veces la naturaleza me dio algo, pero estos zapallitos venían creciendo lindo. Hay uno en particular que es el segundo más grande que coseché. Que “iba” a cosechar, mejor dicho. Los hermosos caracoles marrones me ganaron de mano. Intuyo que a estos bichitos les debe gustar lo dulce. La cuestión que le entraron al zapallito y se me deprimió. Ni bien lo toqué para ver las heridas que le habían hecho los caracoles, se desprendió de la planta. Me enojé con los caracoles, con la planta, con el gato que pasó corriendo, pisando la planta, con todo lo cercano. Tenía muchas esperanzas depositadas en ese zapallito incipiente. Truncas, todas truncas. Que se yo, podría haber sido un tremendo puré, frito o sopa. No sé, digo que podría haberle dado un destino riquísimo. Nada de eso. Bueno, voy a mi pregunta: ¿Algún remedio para ahuyentar caracoles que no sea su muerte?
Por Franco Rosso.
Miercoles 16 de octubre de 2024
¿A que no sabías las cantidades de miedos que se acuestan junto al osito que abraza a la noche? Tampoco estabas al tanto que después de desayunar mira esos dibujitos de Cartoon Network o de Disney. Que se prepara la leche solo, que se levanta 9:30, que se enoja porque no le salen bien algunas letras, que borra el cuaderno infinitas veces, que prefiere la muñeca ya sin pelos a la otra más nueva, que tararea las canciones que escuchas vos (y te sentís orgulloso, claro), que está atentísimo a tus dichos, frases, humores y hasta a veces los repite, que usa las medias cortas porque las largas le hacen picar, que se alía con sus hermanos en busca de un abrazo, que preferiría tu sonrisa a toda la verdad (Fito sic). Que te prefiere, digamos, y no te habías dado cuenta. No sabíamos, tampoco, que en un par de meses se podían conocer a las personas que ya creías conocidas y que podías, también, desconocerlas tanto que sería una convivencia con gente extraña. Arrancás yendo al choque con vos mismo reconociendo todos tus errores en ese envase chiquito que uno no creía tal. Pasar de convivir seis horas, calculando una hora al mediodía y cinco desde el regreso del trabajo hasta la hora de dormir, a dieciséis horas. Diez horas más que llenar, para conocer, experimentar, indagar. ¿Con que llenar esas diez horas? ¿Como entretener a ese extraño que demanda atención en horarios desconocidos? Pasar de seis a dieciséis horas diarias en las que debes ser el comediante, cocinero, amigo, enemigo, autoridad, empático, jugador, mamá de muñecas, papá de muñecas, conductor de autitos plásticos, enfermero, detective, bailarín de videos, modelo de infinidades de dibujos que llevan tu silueta cuadrada y sin cuello.
Algunos creíamos que no podíamos salir iguales del confinamiento que nos dejó la pandemia. Y algunos no lo hicimos. Otros pudieron leer estas señales, estos pequeños aprendizajes que se activaron, potenciaron en las relaciones y generaron el quiebre. Claro que no todo es flores, por el contrario, aceptar y amoldarse a la idea de sumar diez horas a una convivencia activa, de menos de seis que era lo normal, generó irritabilidades que hubo que aprender a superar y controlar. O, tal vez, detonar en otros puentes que no afectasen los encuentros con estos nuevos lazos. Tanto nosotros padres, como nosotros hijos.
Se podrían analizar y sumar miles de aspectos que influyen en estas nuevas relaciones, conocimientos y formas de reorganizarlas, pero sería mucho más complejo y requeriría de un distanciamiento espaciotemporal aún más amplio, como para observarlos desde otros planos que se me escapan. Por el momento puedo leer las cosas de esta manera, con apenas títulos de conceptos que posibiliten la apertura a la profundidad que merece o expongamos nuestros casos contrarios.
Por Franco Rosso
miercoles 09 de octubre de 2024
Aprendí a escribir libros lavando los platos. Hebe (Uhart) una vez me dijo lo mismo: ¿sabés que lavando los platos nació la mejor literatura? Yo lo asocié a una cuestión métrica. Una cosa es lavar platos que usaron una o dos personas. En esos casos, en los que el tiempo de lavado es menor, se planean estructuras más cortas como cuentos o poesía. Otra, cuando son cinco o seis en la casa. Ahí uno ya piensa en estructuras de largo aliento: cuentos largos o novelas. En casa somos cinco y lo que pasó con esto de lavar los platos es que se está volviendo algo sin descanso. No solo por ser cinco sino que aparecen platos de la nada y se acumulan en la piletita. Me descuido un segundo y cuando paso por la cocina, ¡pum!: un plato sucio. Nadie sabe cómo llegan allí, pero están ahí sumando altura a la pila. Tampoco me puedo poner a investigar qué restos contiene, como para decir “de este plato no he comido” y lavar culpas junto a los trastos. Hay platos de mucho tiempo ahí a la espera de que los lave. Años diría yo, pero no me da el cuero para llegar a esos y lavarlos. Intuyo que como son los primeros de la pila ya deben tener la mugre muy arraigada y casi imposible de sacar por más refriegue que uno intente. A esos ya los doy por perdidos, creo que si alguna vez llegara hasta esos del comienzo de la pila lo único que podría hacer sería romperlos y tirarlos. Ya no sirven. La mugre no se les quita ni refregándolos con virulana y esponjita de acero.
Últimamente me hago el distraído. Cuando paso por la mesada ni siquiera giro la vista para mirar la pila. Pero ella está ahí, aunque me haga el pavo y siga de largo. A veces miro de reojo, voy, lavo uno o dos a lo sumo y dejo la pila acumularse. Para colmo en casa nadie sabe lavar los platos más que yo, y no es que me moleste hacerlo, por el contrario, lo hago con mucho disfrute.
Lo que quería decir es que ahora mismo, en este momento que digo esto, un nuevo plato sucio aparece en el lavatorio. Voy y lo lavo. Trato de bajar la pila lavando un par más. Pero los platos siguen apareciendo. Cuando vienen visitas es peor aún porque la pila suele quedar casi de mi altura. Hace tiempo pensaba que había un duende de los platos. Soñaba con que uno pasaría por la cocina y que los platos ya estarían secando en el seca platos, bien acomodados, brillantes, prolijos en fila, de canto. Pero me di cuenta de que no hay tal duende, que nadie vino nunca a lavar los platos por mí. Maté la ilusión del duende, de fórmulas mágicas y detergentes auto limpiantes. No hay nadie más que yo que pueda lavarlos. Igual, repito que me gusta hacerlo. Me sugirieron que me comprara una lavadora de platos, pero me pareció algo tan tremendo, un artefacto más en la cocina, no, basta. Ojo, la pila de platos no solo se acumula en la pileta de casa. Me persigue. Donde vaya hay una pila de platos esperándome en la cocina. Mugrientos, chorreando grasas, impregnados de aceites, restos, migajas. Entonces ando por la vida lavando platos. Igual, lo hago contento. Lavo platos sucios de una pila que nunca se termina. A veces, también, escribo cosas. Por suerte. Pero no me sale bien, tal como afirma Hebe.
miercoles 2 de octubre de 2024
El Anselmo era garrapatero. No sé muy bien por qué los llamaban así, ni que trabajo específicamente hacían por esos años (en los 70,s 80,s) en el INTA. Con mi primo y mis hermanos pensábamos que se dedicaba a sacarle garrapatas a las vacas, caballos y animales de campo y que de ahí venía ese nombre. Seguro debe haber sido algo por el estilo. El Anselmo vivía en Hersilia, un pueblo hermoso, (que podría contar miles de historias de verano) entre Arrufó y Ceres en el centro norte de Santa Fe. El Anselmo tuvo todos los modelos de Renault 12 que hubo y en una gama de colores que iban desde el blanco, pasando por el beige, hasta el azul oscuro. En el baúl del doce llevaba una caja roja de metal cuadrada, gorda. Ahí tenía las líneas con boyas para pescar. Al baúl de esos autos le podía faltar todo menos la caja roja de pesca. Cuando nos llevaba a pasear era ir a la aventura. Cuneta, río, arroyo o laguna que cruzábamos el Anselmo paraba y tirábamos las líneas. A veces pescábamos algo, y muchas otras no. Las anguillas eran su especialidad. Le encantaba pescarlas en los canales barrosos o cunetas. Mi primo Rodrigo creo que heredó algo de ese sentimiento por la pesca de anguillas. La Mema Olga a la noche se encargaba de fritárnoslas.
Otro objeto que no faltaba nunca en la luneta trasera del auto era un sombrero tipo explorador, forrado de una tela marrón y de Telgopor por dentro. Un doce preparado para la aventura, sin dudas.
Por las tardecitas, sobre todo en verano, Anselmo repetía siempre el mismo ritual de pueblo: se sentaba en la vereda con el sillón de tiritas y un vaso de vino blanco con soda en una mano o debajo del sillón como para que no se lo pateen. La soda era de sifón de vidrio, por entonces, sin taponcito en el pico. Por lo general las arañitas o bichitos hacían rancho ahí dentro entonces, a modo de purga, el primer chorro iba directo a alguno de nosotros. Eso de arrojarnos cosas sucedía también en la mesa, a la hora de comer. Cortaba trocitos de pan como proyectiles o nos tiraba la servilleta en la cabeza. Entiendo que era una de sus formas del amor.
En la otra mano: el pucho. El infaltable cigarrillo. Chesterfield, luego Le Mans suaves. Creo que fue la última marca que fumó. Eso del pucho creo que lo herede yo.
El abuelo Anselmo un día, no como hoy (porque si no recuerdo mal lloviznaba ese octubre), hace 25 años nos dejaba. El pucho, claro.
Anselmo y la Pitu son, hasta el momento, mis muertes más cercanas. Totó, mi otro abuelo, lo hizo cuando yo tenía pocos meses de vida. La Mema Olga vive y a veces me reta cuando me ve fumar.
Me acordé de todo esto porque hace un par de noches lo vi al Anselmo. Tenía un bigotito como el mío y conservaba su peinado a gomina para atrás y los ojos celestísimos. Se reía mucho, se ve que andaba contento. Me dijo que estaba todo bien y se fue.
miercoles 25 de septiembre
Hace un tiempo venía con muchos cuestionamientos acerca de esto de la ficción y la mentira y de la apropiación de los mundos otros. Me surgían preguntas como: ¿Cuándo cuento un hecho o anécdota y le agrego escenas que no sucedieron, pero que engrandecen el relato, lo hace más llevadero, le dan un toque de suspenso o gracia, estoy mintiendo? ¿La repetición constante de ese relato adulterado crea una verdad? ¿Es esa mentira una posible verdad? por decir algunas. Y también por casualidades del mundo surgió este tema en una conversación con Charly (digámosle así).
A pesar de la distancia física, hoy ya casi una barrera comunicacional desaparecida, intercambiábamos ideas con Charly (porque aparte de futbol que es de lo que realmente sabemos, también hablamos de otras cosas sin importancia, como por ejemplo poesía y literatura) sobre los lazos que se crean a la distancia y por un objeto como el libro y esa empatía en el sentimiento que nos genera una historia ajena. Charly hacía referencia a ver un filme y quedar con un atraviese en la garganta por algo que no vivimos. ¿Cómo es capaz esa otra historia no vivida de hacernos sentir como partícipe necesario de lo que allí ocurre? En ese punto compartíamos la dualidad que existe entre la pertenencia o no a ese mundo propuesto, esa aprehensión del entorno propuesto que se torna muy necesario una vez instalados allí. No hay mentira posible que nos aleje en una ficción, entonces: ¿Qué es mentira? ¿qué es ficción? Decididamente, acierta Charly, que no son sinónimos ni cercanos en sus afirmaciones. Ficcionar es aventurar al otro a ser parte de un algo. Mentir, es alejarlo de ello.
Por supuesto que puede haber millones de divagaciones más, acepciones válidas, tantas como narradores hubiese. Para Poetizar, claro, esa tarea que me es dificilísima, pero en la que Charly se mueve como pez en el agua, también es necesaria la ficción, esa melancolía de lo no vivido, pero, en efecto con ese tinte aún más nostálgico y menos mentiroso que una narración.
Logro asimilar algunas cuestiones que tenemos los lectores, partícipes necesarios de mundos otros, pero odiadores de la mentira como tal. Tampoco la ficción es lo irreal. Lo irreal me sería lejano, y de mentira. Hablar de ficción es tan difícil como hablar de literatura, en donde los términos tienen miles de acepciones. Por eso con Charly decidimos no hablar de esas cosas. Preferimos seguir emocionándonos con esas películas en blanco y negro, ya sean escritas o filmadas en un sinfronismo anhelado eternamente. No mentimos: nos ficcionalizamos los mientrastanto para sobrevivir, y esperamos la muerte del cuerpo en un movimiento constante. Lo que no podemos hacer ficción, nos duele y esa emoción del dolor también es válida, super válida. Hay actos y decires que nos sobreviven y esto es un hecho prodigioso y necesario. La poesía, la literatura son algo de eso. Hablo de ficción o como canta Mollo: cuando la mentira es la verdad.
Anoche vi una estrella fugaz. Su luz y recorrido fue tan hipnotizador que no llegué a pedir ni uno de los tres deseos que supuestamente tengo disponibles. Yo creo que nadie llega a pedir tres deseos mientras observa su luz. La fugacidad, la sorpresa de ver pasar lo inesperado no admite un tiempo para pedir cosas futuras y muchas veces inalcanzables. Solo se desea que ese momento mínimo dure para siempre. Pero, claro, si durara para siempre dejaría de ser el instante mágico para pasar a ser una cotidianidad y, por lo tanto, invisible. Como la salida del sol, su puesta en el oeste o como la noche misma. Nadie da cuenta de la noche, o por lo menos no de sus momentos. Las cosas al ser rutinarias se tornan invisibles, monótonas, imperceptibles.
Los momentos fugaces, como las estrellas que caen, son recordados eternamente y quedan girando en el inconsciente como algo extraño y divino. Pero no hablamos de eso, nadie describe la fugacidad de la belleza porque no habría palabras para hacerlo. Por más que quisiéramos plasmar ese momento hermosísimo, mágico, hay otras variables que siempre harán que nos falte esa palabra exacta que lo defina.
Me detengo, entonces, en las rutinas: en lo obvio, en lo cotidiano. Veo, o trato de ver para luego narrar, lo que el acostumbramiento del ojo ya no ve. Esos momentos que para las personas se vuelven ciegos. Sin ir más lejos, hasta antes de pandemia, los abrazos eran comunes e intrascendentes hasta que dejaron de serlo. Dejó de ser un hecho común y entonces se comenzaron a valorar, como aquellos muchísimos instantes que nadie veía de tanto verlos.
Pienso en las descripciones. Pienso en el narrar de la belleza y de qué manera hacerlo, pero me es difícil, solo encuentro aproximaciones, decires posibles o vaguedades afines. Entonces no me queda otra más que ejemplificarlo con lo más parecido a lo que creo que es. Esto viene a colación de una relectura del pasaje del Adán Buenosaires. Esa insuperable descripción que hace el personaje de Adán sobre un objeto (un dibujo en un kimono) y que transforma en la belleza más parecida a la fugacidad de una estrella.
Dejo, entonces, los deseos guardados en los bolsillos de esa otra belleza fugaz para que se describa sola, sin la ayuda de nadie que intente contármela. Una autodescripción en sí misma. Mientras tanto, sigo buscando la palabra más cercana para describir la belleza en el kimono.
—¿Me pongo el de la cábala? — me preguntó mi vieja cuando terminé el 5to año.
—¿Qué se yo? total ya terminé, ponete el que quieras —le dije aquella vez siendo yo un adolescente poco preocupado por esos detalles.
Ella lo había llevado la tarde anterior de Taguamochi, la tintorería del pseudojaponés de la otra cuadra que, en realidad, era Gómez de apellido. Igual, la tintorería y su rostro llevaban impresos signos bien orientales y que el dato de que su apellido fuera Gómez bien podía pasar desapercibido. Taguamochi, obviamente, no era japonés, pero tenía una cara de Señor Miyagui tremenda y se aprovechaba de eso para hacer el negocio. Yo le veía una mezcla en los rasgos entre Ekeko y la figura de un Buda de cerámica.
Mi vieja dijo que iba a probar llevárselo otra vez. Lo había llevado días antes del acto de séptimo grado y se lo dejó hecho un desastre, así que le iba a dar otra oportunidad al ponja y se lo llevó.
Era raro el tintorero, raro y mágico. Puedo afirmar que le dio vida eterna al saco rojo. Pasó graduaciones, cumpleaños, bautismos, casamientos, etc. En todo gran acontecimiento familiar si no estaba el saco rojo, no se celebraba debidamente y alguna desgracia ocurría: o se le salían los postizos a la abuela en la pira bautismal; o se chupaba el tío fiestero y encaraba a la novia en el casamiento; o se prendía fuego la torta con las velitas. Algo ocurría, así que se le prohibió a mamá el ingreso a todo evento, familiar o importante, si no llevaba el saco rojo.
Así nació la mística. Taguamochi en toda esa tarde que lo tiene en su tintorería le aplica la magia, o algo que desconocemos, porque al próximo acontecimiento llega intacto, como ese primer día allá por el caluroso diciembre del 91 en Tostado.
Taguamochi todavía vive, no puedo definir su edad. No puedo definir la edad exacta del saco tampoco. La edad de mi vieja puedo aproximarla, sin ruborizarme.
El saco rojo, mi vieja, el tintorero Taguamochi y todos esos raros acontecimientos que suceden unas veces al año en su presencia, son mágicos y únicos. Es una tradición vernos a todos cabecear para encontrar el saco rojo. Sentimos una sensación de alivio muy grande al dar con esa imagen. Es como estar dentro de un dibujo de ¿Dónde está Wally? Y Wlly, siempre aparece.
Pasaron muchos años desde ese 91 caluroso y de ese pibe que terminaba séptimo grado. Ahora presento libros o hago lecturas o cosas por el estilo y (hasta a veces sin avergonzarme) busco el saco rojo entre la gente. No es muy difícil encontrarlo, la mayoría de las veces está en la primera fila. A veces me pregunto si el día que falte el saco rojo los acontecimientos importantes dejarán de serlo y solo serán algo más de la rutina. No sé, nadie sabe qué será del día en que falte el saco rojo.